Opinión

Signos visibles y enterrados

Hoy es 20 de noviembre. Hace cuarenta años exactos que murió el tirano. El perverso dictador de corta talla, voz de pito y alma negra de diablo. Es cierto que los nacidos en los sesenta y años posteriores tenemos una tenue experiencia de esos tiempos oscuros. Recuerdos vagos de los chulescos grises, porra en mano, corriendo detrás de jóvenes manifestantes que levantaban su voz contra la tiranía; breves noticias clandestinas, pregonadas en voz muy baja, sobre esta o aquella represión franquista, de la que era mejor hablar en voz muy queda; ecos de lúgubre música sacra escuchándose por las cuatro esquinas en los meditabundos días de Semana Santa; autoridades civiles y eclesiásticas yendo de la mano y bajo palio, presidiéndolo todo, ordenándolo todo, imponiéndolo todo; banderas imperiales, retratos del caudillo y gritos de UNA, GRANDE Y LIBRE vociferadas por rostros de acerbo y duro mostacho y oscuras gafas de pasta negra, que delataban al ser potencialmente malvado. Pero poco más captábamos los que vestíamos pantalón corto y mostrábamos rostro imberbe en los últimos estertores de la dictadura criminal.

Sin embargo, son los que ahora cuentan sesenta o más los que pueden dar fe de aquellas décadas aciagas, oscuras, anquilosadas, atenazadas y aisladas del resto del mundo que respiraba libertad por los cuatro costados. Lo escuchamos en nuestras casas, nuestros padres y abuelos fueron testigos directos de la maldad; sus experiencias, o las de parientes o amigos cercanos no eran historias narradas con maledicencia, o extraídas de libros adoctrinadores. Eran la pura verdad. A ellos les debemos que no se olvide jamás que un día un militar llamado Franco metió a este país en una cueva, reprimió protestas, acalló voces discrepantes, se alió con genocidas en Europa, instauró una dictadura criminal, convirtió a España en un retrógrado país, firmó penas de muerte, y dejó más de cien mil cadáveres sin identificar por cunetas y fosas comunes esparcidas por nuestros campos y montes, oprobio que aún hoy alguien se resiste a reparar, para mayor vergüenza internacional. Que nunca descanse en paz.

Hay quien dice que es mejor olvidar y no remover el pasado; por no remover, se niegan incluso a que una anciana de escasas fuerzas aparte con una pala la tierra para llevarse a casa el cráneo del pariente fusilado, con la bala aún incrustada. Y es que el escaso dinero no da ahora para tales frivolidades. Para qué. Son ganas de crispar al personal, dicen; son ganas de dividir otra vez a la gente, de volver a las dos Españas; dejad a los muertos en paz, rencorosos, dejadlos ya. Hubo algo que se llamó ley de amnistía y que impuso un tupido velo sobre lo que pasó aquí hace muchos años. Así que no sigáis tocando las pelotas. ¡Pero si ni siquiera tú, jodido metomentodo, conociste al abuelo cuyo cuerpo pretendes recuperar! ¿A qué viene ahora ese afán de honrar a unos muertos a los que no llegaste a conocer en vida? Dejadlo ya.

¡Qué grotesca a veces es la realidad! Nos teñimos de modernidad, de aires de renovación, pero nos negamos a limpiar de una puñetera vez nuestro vergonzante pasado de toda mácula. Se acusa a los familiares de las víctimas de la represión de estar anquilosados en el pasado, cuando lo único que quieren es mirar al futuro con serenidad. Hay más de cien mil muertos enterrados en las fosas franquistas; pero cien mil signos visibles de la barbarie que muchos se empeñan en preservar. Signos que se unen a esas placas que presiden plazas, a esas medallas honoríficas que cuelgan del cuello del dictador que algunos se niegan a retirar, pues el pasado, dicen, no se puede cambiar. Y así siguen visibles esos cien mil cuerpos enterrados esparcidos por cunetas, esas placas, esas medallas impuestas con honores al dictador. Aunque ello implique seguir ofendiendo a cientos de miles de vivos.

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