Opinión

Testamento de reo

En pocas horas voy a morir. Solo te escribo esto para decirte que te quiero». Estas dos frases, sencillas, pero tan llenas de significado, podrían condensar los últimos pensamientos que asaltan al preso que habita el corredor de la muerte, ante la certeza de la muerte inminente. Al menos eso es lo que se infiere del trabajo de un equipo de psicólogos de la Universidad alemana Johannes Gutenberg, que han elaborado un interesante estudio sobre las últimas palabras de los reos de la penitenciaría estatal de Texas, poco antes de ser ejecutados. Esos que, muchos de ellos, asesinaron o violaron, o ambas cosas a la vez; esos que, quizás, esbozaron una sonrisa sádica al ver los estertores de su víctima postrada, conocedores ahora del fin cercano, se ven vencidos por algo recóndito hasta entonces para ellos, que nace de su interior ignoto, hasta el punto de tener que expulsar esa especie de juramento de amor o de afecto que ahora les quema las entrañas. Son sus miserables últimas voluntades otorgadas a pie de silla eléctrica.

A punto de cerrar los ojos para siempre, les asalta esa última palabra de algo que alguien, algún día, dijo que se llamaba amor. Amor a sus parejas, a sus hijos, a sus padres. Amor —no, eso es mucho imaginar, ¿no creen?—, o por lo menos arrepentimiento final para con sus víctimas, como el último bálsamo que les curase las heridas del alma, después de tanto odio y rencor acumulado. Parece, en fin, que la certeza de la muerte trae consigo el enternecedor amor; no se refugia el malvado en la religión, tan lejana y etérea se le presenta; tampoco llena su sangre de rencor hacia el verdugo profesional que espera paciente la orden. No se muestra, como pareciera, altivo y retador frente al Estado justiciero, pese a perder ya su única fortuna, la propia vida. Sus manos en cambio… sus manos se vuelven temblorosas al pensar en el último beso que le dio a su hija diez años atrás. «Te quiero, mi niña, perdóname por todo», piensa, mientras acalla a duras penas la lágrima rebelde que le resbala por la tez del que, hasta hace bien poco, fue el más sanguinario y peligroso del lugar.

«Y se me eriza el vello ahora pensando en ti, mujer. El enorme mal que hice me convirtió a ojos de todo el mundo -y, por qué negarlo, de mí mismo- en un monstruo; maté, robé, y lo hice a conciencia y sin pestañear. Era mi extraño modo de vida. No sabía hacer otra cosa. No quería hacer otra cosa. No te supe escuchar entonces, cuando tras el primer golpe me dijiste que parase, que no lo podrías soportar más. Pero mi vida iba a mil por hora, y ese no era tu tren; te desprecié, y tú te largaste de mi lado llevando en brazos a esa preciosidad (¡tiene que estar tan hermosa ahora!); al final los tumbos me trajeron aquí, ya ves, a punto de recibir la inyección letal. Mi amor, ¡te quiero tanto! Cada día rememoro tus piernas infinitas, tus pechos perfectos, tu boca carnosa que me exprimía con avidez y lujuria; aún recuerdo los temblores de tu cuerpo cuando nos entregábamos sin pudor. ¡Cómo no pude ver entonces lo que perdía! Me pudo la vida llevada al límite, la sensación de vértigo al saberme fugitivo. La estupidez, en una palabra. Una estupidez que hizo daño atroz a los que se toparon conmigo. A ellos les digo ahora que lo siento. Pero a ti, mujer, ¡qué puedo decirte a ti! Me voy amándote como lo hice el primer día que te vi. Y me voy tranquilo. No, no espero nada de la muerte, salvo convertirme en pasto de los gusanos. Pero ahora sé que me voy feliz, porque tú has venido a mi lado, aunque no lo sepas.

Ya me llaman. Todo se acaba. Ojalá estas palabras te lleguen algún día, las he escrito para ti. No te pido que me perdones; solo deseo que durante esos escasos segundos que dura el viaje, siga conmigo el sabor del primer beso que aquel lejano día te di».

Te puede interesar