Opinión

Y mientras

Mientras se niegan unas migajas del presupuesto sanitario porque se ha de cuadrar la gestión infalible, la madre mira a su familia desde el humilde catre, débil, entristecida, sin ni siquiera poder aparentar esas fuerzas que solo las madres saben sacar de donde no las hay ante cualquier adversidad, con tal de que los suyos no pierdan un minuto de su tiempo en preocuparse demasiado por ellas. Así de grandes son sus corazones, que hacen aún más miserable la contabilidad mortal del señor subsecretario. La mujer, enferma, hace un ligero gesto de desdén cuando escucha por la radio la rimbombante voz del interpelado alardeando de la reducción del déficit. Y mientras eso ocurre y en ese hogar sencillo la vida de la mujer vale menos que unos pocos miles de euros, al otro lado del mundo, pero a pocos kilómetros de distancia, los gestores se felicitan por haber puesto freno al despilfarro de la gente corriente y a la alegría en la ingesta de fármacos; y alcanzados los objetivos presupuestarios, se citan en hoteles de lujo con los mandamases de los afamados laboratorios, y se pagan dietas y grandes viajes como justo premio a la labor realizada, aunque esas dietas y esos viajes salgan al final mucho más caros que lo que supondría salvar la vida de la vieja mujer postrada en la mecedora de la salita desvencijada. Curiosa coincidencia en el tiempo: mientras se veta la salvación de la vieja, se brinda con champán entre las bambalinas del ministerio.


Mientras el padre de familia se encorajina ante la indiferencia cínica y no se resigna, y por eso sale a la calle a reclamar, no la caridad del mendigo a las puertas de la iglesia, sino la justicia del ciudadano al que pronto rogarán su voto; mientras se asocia con aquellos que sufren como él la adversidad de la enfermedad crónica, poco rentable para las arcas del Estado, otros ajenos a su dolor lo tildan de avieso, de perseguir fines políticos, de demagogo. Sí, estáis enfermos – parecen decirle -, algunos de vosotros llevaréis ese lastre de por vida, y quizás otros os muráis sin llegar a demasiado viejos, pero, ¡por favor!, no hagáis sucia política con vuestra desgracia y vuestro dolor, y no convirtáis en arma arrojadiza la muerte casi anunciada. Y mientras los enfermos alborotados se plantan en la calle con sus pancartas y sus consignas espontáneas, se anuncia con redoble por el vocero oficial que en el plazo de dos o tres semanas (de quince o veinte muertos) quedará solemnemente constituido el comité de expertos, del que se espera que emita un dictamen (en todo caso en un plazo no inferior a un mes) que habrá de sentar las bases de la necesaria coordinación entre las administraciones, representadas  en los consejos interterritoriales, cuya fecha de reunión aún es incierta, de los que, en todo caso, sería deseable que saliera una propuesta conjunta para la toma en consideración por el ministerio, que hiciera compatible la atención a los más necesitados con la ineludible preservación de la estabilidad presupuestaria. Y ya entonces el consejo de ministros decidirá. Y mientras esa coprolalia de indignante burocracia vierte desesperación sobre las cabezas de los necesitados, los contables de los fondos de inversión se frotan las manos al ver la cotización bursátil de sus empresas farmacéuticas, pues al final la salvación de la vida no tiene precio, aunque para muchos ahora resulte demasiado cara.


Y finalmente, mientras estos estúpidos siguen racaneando el tratamiento a los enfermos de hepatitis C porque dicen que es muy caro, aquella mujer enferma, arrebujada con una manta raída en la cama, quizás exhale el último aliento que ha de servir, eso sí, a la mayor estabilidad presupuestaria.

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