Opinión

Amor en el ultramarinos

El dueño del colmado se agachó detrás de la clienta que acababa de alcanzar la puerta desde la calle. “Tápame, que no me vea mi mujer y así la sorprendo”. Ella le siguió el juego sin girarse. Quizá reconoció el mandilón de tendero o vio antes al hombre acercase pegado a la pared para no ser descubierto desde el interior del ultramarinos con dos rosas rojas en la mano y gesto de amor bobalicón.

La mujer del marido con ramo levantó la mirada para certificar que en la tienda acababa de entrar otra clienta y siguió despachando con brío hasta que él abandonó el parapeto con las flores por delante y una confesión pública: “Felicidades, mi amor”. El rubor se instaló en las mejillas de la amada, que sólo acertó a decir “gracias, mi amor” mientras recogía las rosas. Los seis clientes que se encontraban en ese momento en el colmado comenzaron a aplaudir con ganas. La chica que había participado en la operación de camuflaje comenzó a gritar: “Beso, beso, beso, beso”. El resto la siguió: “Que se besen, que se besen”. La pareja se dio un pico cándido para contentar a una claque que en ese momento se había olvidado de la compra y de las prisas. “Bravo, bravo”, se oía en el ultramarinos. Por un momento pareció que iba a correr el cava, hasta que el propietario del establecimiento ocupó su sitio detrás del mostrador para despabilar el trabajo al lado de su mujer. Antes de preguntar por el depositario de la vez, terminó la faena: “Y no te pienses que esto acaba aquí porque he reservado para cenar”. El plan por sorpresa mereció una carantoña, la mirada cómplice y otro aplauso.

El perpetrador de este folio no es dado a celebrar cumpleaños y menos fiestas señaladas, precisamente por eso: las celebraciones no necesitan ser pastoreadas ni hay que esperar a que lo diga el calendario o lo mande un centro comercial. La ternura de la escena durante la espera para comprar pan puso en aprietos el lagrimal en este San Valentín y no sólo el de las dos señoras que estaban siendo atendidas, el de otras dos que esperaban turno y el de la mujer detrás de la que se ocultaron las rosas. “Qué bonito”, comentó al salir una de las señoras. “¿Qué habrá hecho?”, bromeó la otra en alto. “Sólo soy culpable de quererla a diario”, respondió el tendero romántico. Más aplausos.

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