Opinión

La intimidad al desnudo

Ministros o conselleiros infundían mucho respeto, quizá porque se esforzaban en mantener la distancia para que no se descubriesen las frivolidades en las que caían como un miembro más de la especie humana, aunque con cargo y a veces mando. Los políticos que menos hablaban parecían más profundos, puede que en realidad no tuviesen mucho que decir. Quizá tampoco fuesen mucho mejor que los de ahora, pero sabían guardar el misterio y tapar las carencias en vez de abrirse en canal y responder a cualquier pregunta como un contestador automático.

En el deporte, un vestuario de fútbol se consideraba un templo infranqueable. Los periodistas suspirábamos con las retransmisiones de la NBA, donde la prensa se adentraba hasta la ducha para entrevistar a las estrellas del baloncesto con la toalla anudada a la cintura mientras por aquí el redactor que se atrevía a asomar el hocico en la puerta del vestuario de O Couto, Riazor o Balaídos corría el riesgo de que le retirasen un tiempo la acreditación para acceder al estadio. La música y el cine se guiaban con códigos más laxos por las características del negocio y las exigencias de la mercadotecnia.

La política, el deporte y hasta la vecina del séptimo se han dejado atrapar por un espectáculo que protagonizan sin calibrar las consecuencias. Los clubes meten las cámaras en el vestuario para documentar con control lo que sucede, pero el aficionado acaba coscándose de que no hacía falta tanto velo para tan poca misa. Los políticos sueltan la lengua para no perder posición en las redes sociales y después reflexionan sobre lo que tendrían que haber dicho. La intimidad al desnudo acerca, y asombra.

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