Opinión

La vergüenza

Para dedicarse a la política municipal se necesita una dosis de exhibicionismo y buena mano para las relaciones sociales. Y, como buen comercial, saber que lo que más le gusta a un cliente o a un votante es que lo llamen por su nombre. Si además ofrece un proyecto de ciudad, sólo una piratada de las gordas aparta del sillón y en ocasiones ni eso porque el personal acostumbra a preferir las mañas conocidas a las venturas prometidas. 

Francisco Vázquez, el socialista más popular, creó escuela desde la Alcaldía de A Coruña durante 23 años con un método que está sirviendo a Abel Caballero para reeditar mayorías incontestables en Vigo. "En política se puede hacer de todo menos el ridículo", comentó el otro día un distinguido vigués escandalizado porque su ciudad estaba ocupando espacio en los informativos por la instalación en agosto del alumbrado navideño mientras aumentan sin freno los brotes de coronavirus. La observación a través de un mensaje de texto coincidió con la lectura de "El teatro de los lirios", obra de Lulu Wang que detalla la vida en un campo de trabajo en los que se reeducaba y purgaba de contagios antirrevolucionarios a los intelectuales chinos. "La vergüenza debería borrarse de la faz de la tierra. Es un sentimiento inútil. La vergüenza te paraliza hasta tal extremo que te impide avanzar y retroceder", le estaba diciendo el historiador Quin a la adolescente Lian, protagonista de la historia, cuando la reflexión sobre el ridículo y la política interrumpió la lección sobre cómo se las gastaba el régimen totalitario chino. 

Abel Caballero no hace el ridículo, da espectáculo y su política desvergonzada le permite sumar más votos. Avanza. Se presupone que los ourensanos que apoyaron a Gonzalo Pérez Jácome para ocupar la Alcaldía creyeron que detrás de los anuncios de parques acuáticos en el Miño o centros de intelegencia artificial de manera natural habría una insolencia que al menos agitaría la tercera ciudad de Galicia. El primer día plantó en directo las insolencias de Risto Mejide, pero después se quedó en caricatura de lo que predicaba en la oposición. Persistir en la celebración de un pleno a pesar de que un colaborador ha dado positivo por covid-19 es una actitud más suicida que ridícula. Una pizca de vergüenza no estaría de más.

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