Opinión

A un metro de la compasión

La pereza es añosa. Quizá por eso con cada día que queda atrás cuesta más volver a Madrid, ciudad en la que a los veinte y pico sientes que abrazas la vida y casi tres décadas después asfixia. En A Coruña se comentaba hace tiempo que la gente de aldea no podía disimular su procedencia cuando paseaba por el Cantón. Sucedería lo mismo en el Paseo de Ourense o en la calle Príncipe de Vigo. La cadencia es distinta si pisas en acera firme o salvando charcos por las corredoiras. La sensación es recurrente cuando este chófer de anécdotas tiene que subirse al Metro de Madrid. Otro paleto peleándose con la máquina de tiques sin coscarse de que hay que apoquinar primero cinco euros por la tarjeta que después vas recargando, pensará el personal que espera turno detrás al ver a un tipo maldiciendo en gallego porque sólo quiere un billete para hacer el trayecto y salir cuanto antes del agujero.

En A Coruña se comentaba hace tiempo que la gente de aldea no podía disimular su procedencia cuando paseaba por el Cantón. Sucedería lo mismo en el Paseo de Ourense o en la calle Príncipe de Vigo.

El tránsito en la estación de O’Donell corresponde al de una gran capital europea. Las apreturas en el vagón son parte del paisaje. Un hombre de unos 50 años, erosionado por la calle, se arrodilla a unos centímetros mientras recita en alto un salmo incomprensible para conseguir una limosna. La peña sigue a lo suyo, con la cabeza metida en el teléfono móvil para no prestarle atención. El hombre levanta la vista al notar el frío de la moneda y el calor de un euro en la palma de la mano. Le cae con un guiño de ojo de propina. “Gracias, sobre todo por mirarme a la cara”, responde con gratitud. Se baja en la siguiente parada. “Esta es una ciudad de tiburones”, reprocha una señora que ha estado atenta a la escena.

La peña sigue a lo suyo, con la cabeza metida en el teléfono móvil para no prestarle atención.

A la cativa le sorprende que el padre se sorprenda y añade leña a la columna. “El otro día, con el metro hasta atrás, me di cuenta de que a un chaval que iba muy abrigado estaba a punto de darle un síncope por el calor. Consiguió tumbarse y me acerqué para levantarle las piernas. El pobre repetía: ‘Nunca me había pasado, nunca me había pasado’. Al llegar a la primera parada me ayudaron a bajarlo y se volvieron a meter como el que deja un paquete. Le puse las piernas en alto, Álex salió corriendo a buscar ayuda y sólo se interesó una señora. ‘Quedaros con él, quedaros con él’, decía, pero ella se largó”. A un metro de la compasión.

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