Opinión

Consentimiento (semi)informado

La Bioética es una disciplina joven, nacida en la década de 1970. La definición clásica es la de W. T. Reich: “La Bioética es el estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias biológicas y del cuidado de la salud, en cuanto que esta conducta es examinada a la luz de los valores y los principios morales”. Su rasgo distintivo es que se rige por cuatro principios éticos admitidos universalmente: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia. 

El principio de autonomía procede de la filosofía kantiana, que identifica la autonomía de la voluntad con el principio supremo de la moralidad, en el que se fundamenta el imperativo categórico: “Obra solo según la máxima a través de la cual puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley universal”. La autonomía de la voluntad es la suprema expresión de la libertad individual, ya que permite a la persona actuar de acuerdo a sus propias leyes (autónomas), en lugar de hacerlo siguiendo leyes ajenas (heterónomas).

En el ámbito de la salud, la autonomía individual es la que sustenta el consentimiento informado como derecho de los pacientes frente a la autoridad de los profesionales sanitarios. En conformidad con la “Ley básica reguladora de la autonomía del paciente”, si no existe riesgo para la salud pública, no se trata de una urgencia, ni la persona es incapaz, los enfermos tienen derecho a recibir toda la información disponible acerca de los riesgos del procedimiento que se les va a aplicar, al objeto de que puedan dar su conformidad de forma libre, voluntaria y consciente.

Sin embargo, en la práctica las cosas son distintas. No porque no se solicite al paciente que autorice cualquier actuación invasiva sobre su cuerpo, sino porque el documento de autorización ofrece una información limitada, por lo que nos hallamos más ante un consentimiento semiinformado que informado. Veamos un par de ejemplos tomados de nuestra sanidad (pública y privada):

Si usted se va a realizar una resonancia nuclear magnética con contraste intravenoso, le darán a firmar un escrito según el cual “los efectos secundarios son excepcionales”; sin más especificación en cuanto a su naturaleza y frecuencia. Y si tiene que someterse a una intervención quirúrgica, le pedirán que la autorice y asuma posibles consecuencias indeseables como “hemorragia incoercible”, “tromboembolismo venoso profundo”, “[…] hasta la posibilidad cierta de muerte”.

Vemos que la información que se nos ofrece es cualitativa, no cuantitativa; orientada más a proteger al médico de una hipotética responsabilidad en los eventuales efectos no deseados provocados por la intervención, que a informar con precisión al paciente para que pueda valorar de modo correcto qué ha de hacer. 

Pero para actuar acorde con los principios bioéticos, todas estas posibles complicaciones deben aportarse en porcentajes y probabilidades expresados de forma numérica, objetiva; tanto considerados a nivel nacional y europeo como referentes al hospital y al profesional que va a llevar a cabo la operación. De esta manera, el candidato a cirugía podrá optar por la técnica, el centro y la persona que le garanticen una mayor expectativa de curación con la menor incidencia de efectos secundarios.

Tenemos que ser conscientes de que es preciso defender la medicina universal preventiva y curativa frente a la asistencial, cuyo objetivo último no es sanar, sino cumplir el trámite legal de prestar asistencia sanitaria a todos los ciudadanos que la precisen, con independencia de los resultados obtenidos en cuanto a calidad de vida y supervivencia postoperatorias.

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