Opinión

El alcohol en la infancia de Baroja, Buñuel y Cela

En una novela de Eduardo Blanco Amor que goza de mucha estima, La catedral y el niño, nos encontramos con un padre que ofrece a su criatura -que protagoniza la obra-, en el día de su primera comunión, una copa de vino tostado que posee bastantes más grados de alcohol que el vino corriente. No era infrecuente tal cosa en el Ourense anterior a la década de los sesenta, y parece ser que tampoco eran raros los mareos ocasionados por una ingesta alcohólica copiosa.

Son muchos los escritores que refieren en sus memorias episodios de embriaguez infantil. Pío Baroja, evoca en su autobiografía: Desde la última vuelta del camino, una experiencia vital acontecida en sus años de adolescencia muy reveladora a este respecto: en cierta ocasión él y sus hermanos encontraron la oportunidad de catar un vino espeso y dulce y no la desaprovecharon: “nos pusimos a beber a morro y nos mareamos convenientemente”. 

También Luis Buñuel anota en Mi último suspiro, más de un incidente de este tipo. A la edad de trece años (nació en el año 1900), se encontraba en régimen de semi-pensión en el colegio de los jesuitas de Zaragoza. Delante de este centro educativo había una taberna, lo cual sitúa a España, país de legendaria tolerancia alcohólica, en contraste con otros países en los que estaba prohibido emplazar expendedurías de alcohol en las proximidades de los colegios. Pues bien, el tabernero no tuvo reparo en vender una botella de aguardiente a tres chavales, tal como lo relata Buñuel en su vívida remembranza: “A primera hora de la mañana, media hora antes de misa, camino del colegio, me encuentro con dos amigos. Delante del colegio había un velódromo y una taberna de ínfima categoría. Mis dos malos espíritus me inducen a entrar en la taberna y comprar una botella de aguardiente barato del llamado matarratas. Salimos de la taberna y, junto a un pequeño canal, los dos granujas me incitan a beber. Es bien sabido lo difícil que me resulta resistirme a esta clase de invitaciones. Yo bebo a chorro y, de repente, se me nubla la vista y empiezo a tambalearme”.

Pocos progenitores extremaban las medidas de vigilancia sobre sus vástagos para que no bebiesen más de la cuenta. Ni siquiera mostraban gran celo a este respecto los padres que disponían de mayores recursos económicos, servicio doméstico y poseían en general mayor conciencia acerca de la inconveniencia de que las bebidas alcohólicas resultasen accesibles para los niños. La permisividad social era amplia -aunque no era la misma en las distintas clases sociales-, como consecuencia de una mentalidad general propensa a considerar benéficos los alcoholes. En el extraordinario friso social que ofrece Josep María de Sagarra (1894-1961) en sus Memorias, que se complementan con la novela autobiográfica Vida privada, encontramos un dato muy revelador relacionado con las prácticas y costumbres de la burguesía. Cuando el escritor barcelonés contaba 5 o 6 años, tras una gran comida festiva, se bebió todos los restos de bebidas alcohólicas que dejaran los invitados. Reconoce haber cogido “una tranca como un castillo, sin duda la primera y una de las más sólidas de mi vida”. 

También en Barcelona vivió Camilo J. Cela un episodio etílico al que se refiere en una obra en que plasmó sus recuerdos de infancia: La rosa. En una ocasión en que se encontraba en casa de sus padres: “La niña del piso de abajo me invitó a sopas de pan en vino y, al volver a casa, tuvieron que acostarme”. Apostilla el autor que le quedaba el consuelo de que su primera curda: “no fue producto de una estúpida juerga de bachilleres” (nos aporta aquí una indicación de cuál acostumbraba a ser el rito de iniciación a los excesos alcohólicos en los años veinte), sino el gaje de compartir la bebida con una mujercita. 

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