Opinión

Álvaro Cunqueiro bebía el vino de las tabernas

Existen en la literatura gallega textos de notable altura literaria consagrados al enaltecimiento del vino. Entre lo mejor que ha fermentado en el mosto de nuestras letras se encuentran los poemas de Ramón Cabanillas y Florencio Delgado Gurriarán. Y también, desde luego, las prosas de Álvaro Cunqueiro: no sólo las descripciones repartidas por sus obras gastronómicas, como La cocina gallega, o bien La cocina cristiana de Occidente y el Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, escrito en colaboración con José María Castroviejo (desacreditado por su denuncia de un libro de Blanco Amor, en la etapa franquista, por contener un pasaje erótico), obras reeditadas varias veces todas ellas.

Cunqueiro se interesó por el mundo de las tabernas, sobre las que se propuso esbozar una suerte de historia literaria. Se detuvo a beber en ellas muchas veces y fue buen amigo de taberneros. En particular, de uno muy célebre y vigués: el dueño del Eligio, en cuyo local, por cierto, abrevaba el inspector que resolvía los casos en las novelas de Domingo Villar (aunque sus tapas le hicieron pasar alguna que otra noche toledana). Circula por el país una anécdota que se ha deslizado y anclado en la sugestiva obra de Xosé Manuel G. Trigo: Reserva especial. Eligio invitaba a algunos de sus clientes especiales que frecuentaban su taberna viguesa a su bodega en Leiro. En una ocasión en que el escritor mindoniense había acudido allí a probar el vino de buena treixadura que tenía y, de paso, a estampar su firma en un bocoy (¡hermosísima tradición esta!). Evaristo, que acompañaba familiarmente al conocido tabernero vigués, le dijo a Cunqueiro que consideraba su libro Merlín y familia, como el más hermoso del mundo. Obra, por cierto, en la que se exalta, quizá como en ninguna otra, la excelencia del vino tostado gallego. Le confesó que le había gustado tanto que lo leyó un montón de veces, y lo había de leer siempre, “y aun después”: cuando muriera quería que le pusieran el libro en el féretro, para seguir leyéndolo en la vida eterna. Cunqueiro le contestó emocionado que nunca le habían dicho una cosa tan conmovedora a propósito de una obra suya. Cuando marchaba felicitó a Evaristo por la excelencia de su vino y manifestó su deseo de llevar consigo unas botellas. “Quiero que me las pongan en la caja”, bromeó queriendo corresponder, llevado por un justo afán de reciprocidad. Pero, sensatamente, Evaristo le contestó que era preferible que las bebiera en este mundo, puesto que el vino del ribeiro no era muy viajero.

Cunqueiro, en cambio, sí que viajó mucho, bien y con gran placer por la geografía variopinta de los vinos del país. Dejó escrito que: “se me puede retratar con la taza cunca de mi apellido en la mano, en la que pinta un ribeiro o hace espuma un agulla del Rosal”. Señalaba que la autoridad en que se basaba para evocar y laudar los vinos gallegos, era la memoria de su propia experiencia, haber bebido “mano con mano con la mejor gente de mi país”.

Manifestaba don Álvaro que bebía con sumo agrado vino del Ribeiro, blanco o tinto, porque daba la temperatura del hombre. Confiaba en que algún experto pusiera de manifiesto que los honrados y católicos vinos del Ribeiro han sido a través de los siglos los más aptos para el paladar de la latinidad europea. Amaba especialmente los caldos de Ribadavia (villa a la que Risco encontraba semejanzas con Praga) porque participan del aura que rodea a su abierto y preclaro nombre, y de ahí su sabor a heno, a pavía y a otoño. Existía, en su opinión, una correlación entre el carácter de los vinos gallegos y el propio de las gentes del país, puesto que son: “como nosotros somos, humildes y mansos, honestos, suaves y remisos”. Por lo cual: “yo levanto en mi mano la taza para recordarlos y alabarlos, desde el Miño al Mandeo, dándole la vuelta al mapa de mi tierra”.

Te puede interesar