Opinión

Álvaro Cunqueiro y la leyenda del Albariño

El vino albariño ha sido protagonista de una historia de éxito. Se estima en nuestros días que existen importantes diferencias ampelográficas entre la casta de “Albariño” y la “Riesling” del Rin, y ya no es posible aceptar la ascendencia germánica para los viñedos de albariño que se cultivan en el Salnés. Tiene esta cuestión genealógica un trasfondo que se relaciona con el prestigio identitario de la cepa y del vino resultante. Suele aceptarse que el linaje germánico aporta al albariño del Salnés mayor lustre y distinción. Más quizás lo relevante no sea tanto la problemática determinación de su origen geográfico como el hecho de haber conocido una existencia muy antigua, en su calidad vidueño añejo, fraternalmente bendecido por sagradas manos de frailes. Debería importar, sobre todo, su feliz aclimatación en el terroir del país que nutrió esta vieja planta; la peculiar manera en que la casta “Albariño” fue evolucionando hasta conformar su particular hechura. Fue la conjunción astral de tales factores lo que le infundió su “genio” peculiar, su específico “carácter”. Ha sido también muy relevante el devocional trabajo de los cosecheros, la gente labradora que en la contumaz sucesión de las generaciones ha ido transmitiendo una sabia tradición experiencial de cultivo. Bodegueros que han sabido elaborar con pasión -a partir de la decisiva innovación que supuso el control de la fermentación maloláctica en los años sesenta- valiéndose de sus preciadas uvas, unos caldos muy particulares, exquisitos y apetecidos. Por lo demás, el prestigio de la historia, y la contribución de la experiencia y de la técnica, siendo decisivos, no lo son todo. La viña es un cultivo, pero es también un modo de cultura, una forma de arte.

Cunqueiro otorgó crédito a la genealogía renana de la cepa albariña, esto es así. Ocurre, sin embargo, que en materia de vides y de vinos la creatividad y la imaginación pueden más que la realidad prosaica que precisamente el ensalmo del vino se obstina en conjurar. La literatura está para eso -sostiene Manuel Rivas-, para pararle los pies a la pedestre realidad, tantas veces inclemente. Crea de hecho una nueva forma de verdad afincada en la leyenda, tan oculta y secreta como los misterios de Eleusis; recrea la materia prima de la apariencia tangible, del mismo modo que la taumaturgia de Dionisio transforma los racimos exprimidos en néctar codiciado por los dioses del Olimpo, que han requirido el oficio de copero para que con su experto servicio se lo escanciaran con noble arte. Es completamente perdonable el error de Cunqueiro, puesto que es este un ámbito en el que más que lo vero, importa lo ben trovato. Tengo por cierto que la creación literaria amplía y enriquece la percepción humana de las cosas con su invitación al sedentario placer del viaje, del mismo modo que el espíritu del vino altera la conciencia al insuflar en su cuerpo un hálito que contiene un cariz mistérico.

La teoría de la genealogía teutona de las mejores viñas del Salnés cuenta así con la pátina de una leyenda, que es una específica forma de verdad, que resulta auténtica no en referencia a los hechos empíricos, sino en tanto que expresión de las aspiraciones y los anhelos. En el caso del Albariño, la leyenda tudesca y cluniacense, bien puede reflejar el ardiente deseo de ennoblecer un vino, impulso que latía verazmente en la decida cohorte promotora de este empeño. Puede que se haya convertido en la metáfora con la que se revistió una pulsión creadora, de la misma manera que la leyenda de San Ero de Armenteira patentiza el afán de eternidad efectivamente sentido por los frailes del monasterio saliniense. Hay, de cierto, un río secreto de verdad en las aparentes ficciones, un poso de autenticidad en lo que el hombre -con más razón, sin es literato- inventa.

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