Opinión

El cocido de la (pobre) abuela

El cocido gallego guarda relación con la “olla podrida”, que no significa, por cierto, lo que parece, sino que proviene de poderida, es decir, poderosa. Fue mencionada por Cervantes, Lope de Vega y Tirso de Molina, rindiendo así homenaje a la fórmula más exitosa de la culinaria medieval. Este fue el menú habitual tanto en multitud de hogares gallegos como en muchos otros españoles, “que se lo podían permitir”, no pocos de los cuales lo tomaban a diario.

Empero, es necesario establecer algunos distingos y matizaciones teniendo en cuenta las diferencias de clase social. En la época contemporánea, el cocido con el que se alimentaba la gente modesta tenía pocos ingredientes, de mala calidad si tenían que ser comprados (es el caso de las familias obreras y de toda la gente menuda). 

Apuntaba doña Emilia que: “El pote es todavía la comida de los aldeanos de Galicia. Son sus elementos berzas, habas y patatas, deduciéndose que el labrador gallego es vegetariano (por fuerza), y no le va mal con serlo, desde el punto de vista del vigor”. Ya lo señalaba el periodista ourensano Lamas Carvajal: era algo característico de la condición de los campesinos el hecho de ser vegetarianos a su pesar. Opinión que Emilia Pardo Bazán certifica: “los pobres aldeanos sólo rara vez pueden agregar al caldo un despojo del cerdo que salan en su artesa”. No es de estañar que fuera grande su satisfacción en aquellas contadas ocasiones festivas en las que se podían permitir hacer una excepción a esta norma, de lo que daba cuenta una copla popular “Alegría, alegrote, / ya el rabo del cerdo / baila en el pote”.

Por lo regular, desafortunadamente, el cocido solía estar deficientemente preparado en las cocinas populares, como evocaba un informante que había tenido que emigrar: “Se comía muy mal en las aldeas porque non se sabía cocinar; y, además, había mucha miseria”. En efecto, no eran pocas las campesinas pobres y las restantes mujeres pertenecientes las clases subordinadas, que sólo dominaban la gastronomía básica, de mera restitución: caldo, cocido precario, pan y poco más, era lo que podían poner sobre la mesa.

Una culinaria elemental y realizada con arte más bien escaso. Era difícil que no sucediera esto. Estaban demasiado ocupadas: andaban con la lengua fuera haciendo de todo, yendo a por leña y por agua, dando de comer al ganado y a las gallinas, cuidando de los niños, lavando y limpiando la casa, para ponerse aún por encima a cocinar con tino. Sólo una visión idealizadora ha podido concebir a estas fatigadas mujeres de manos encallecidas, obligadas a una inverosímil administración de la pobreza, como abuelas entrañables que cocinaban con amor, a diario y sin descanso. Las ajetreadas vidas que llevaban contribuían a erosionar su paciencia y buen ánimo, sometiéndolo a una ardua prueba. Se sentían, además, bastante quemadas por el hecho de que su trabajo culinario rara vez obtenía algún pequeño reconocimiento. En el otro polo se situaba el cocido de los labradores de buen pasar y la gente acomodada. Este pote privilegiado llevaba, además de lo señalado para el precario, garbanzos. Venían luego las delicias de cerdo: chorizo, costilla salada, también la oreja se consideraba apropiada y, además, el lacón, cuya idoneidad no admitía disputa. En lo que concierne a las carnes frescas, se prefería que fueran de vitela (es decir, ternera): jarrete o falda eran las que el gastrónomo mindoniense tenía por más aconsejables. A la postre, cumplía añadir al pote carne de gallina.

Fuente de dicha era este magno condumio, sobre el que Cunqueiro expresaba con gracia el protocolo que requería su goce, mucho mejor compartido. Sostenía, así, que este placer reclamaba: “asiento reposado, paz interior, calor en los pies y remojo en la boca con tinto cada cuatro bocados. Este es el sacramento”.

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