Opinión

Cunqueiro, Cervantes y los vinos gallegos

No debemos tener reparo en señalar que Cunqueiro situaba el énfasis de su querencia por los vinos gallegos en su probada adecuación con la suavidad del temperamento de nuestra gente, en nuestra común y bien demostrada “calma reposada”. Hay en esto una cierta y concomitante identidad sentimental. En la poética enjundia de los vinos gallegos se esconde, al igual que en la prosa de Cervantes, una secreta verdad. Muchos cervantistas afirman en este sentido que los imitadores del estilo del escritor de Alcalá fracasaron todos ellos en su pretensión porque Cervantes es resueltamente inimitable; pero lo es, paradójicamente, por carecer propiamente de estilo. Su acierto estriba en haber sentido con hondura cuanta cosa escribía, puesto que –cómo él decía– bien se escribe lo que bien se siente. Sumado a ello su talento, el resultado obtenido fue magistral. Esta es la clave. También los vinos gallegos poseen un recóndito secreto que hay que saber desentrañar y apreciar desde el prisma de la sensibilidad, puesto que: “Tienen un amor que hay que buscarles, ayudándoles a franquearse”.

Caminó don Álvaro por paisajes que van desde A Rúa a Trives, y así pudo admirar el milagro de las viñas en socalcos, desplegados en la más labrada montaña de la tierra, fenómeno que tanto asombro causó al padre Sarmiento, que lo tuvo por la novena maravilla del mundo. Este vino “careado de sol” le parecía a Cunqueiro noble, fuerte y bien pintado. Recios caldos de una estirpe apropiada para servir de apoyo al morado jamón curado tanto por el humo, como por las recias invernadas de Trives y las nubladas cumbres de la sierra de Manzaneda.

En este ámbito de tan pacíficas querencias quedó conformada a manera de mosaico una extensa nómina de vinos ourensanos que lograron suscitar el beneplácito de don Álvaro. Los que se crían en el Barco de Valdeorras aparecieron ante sus ojos como muy cabales y serios. Sostuvo que el tinto valdeorrés es un vino ancho y severo, “con la medida de la boca cuando se está comiendo fuerte, y cuando con él calmas tu sed, con la paz y el dulzor con que una mano amiga se apoya en tu hombro”. Los de la Rúa poseen, a su juicio, un cariz semejante, pero tal vez con una tonalidad no tan grave”. Existe entre bodegueros y enófilos de la Rúa y los de Petín, sus más y sus menos, una rivalidad cordial que no es de ahora, como la que encarnan dos figuras emblemáticas del espacio audiovisual: Manolo González, que en A Rúa tuvo su cuna, e Ignacio Vilar, que de Petín se reclama y allí creció a fuerza de buenas cuncas de caballo cansado.

Pero no solo de tintos vive el hombre. También Cunqueiro bate con la pluma de su aldaba la puerta de algunas bodegas que albergan toneles de nobles blancos. Aunque la cepa de albariña tiene su solar mayor en el Salnés, se cultiva también en buena proporción -señeramente incluso- en otros lares, como los del Ribeiro. Por las celmosas enjundias de estas uvas abaciales, por Cabanillas cantadas, rendido cayó de amor el creador de Merlín y familia, quien las estimó en sumo grado. Cuando todavía no gozaba el albariño del alto prestigio que alcanzó más tarde, le dedico su loa el mindoniense, calificándolo -en tan temprana fecha como el año 1970-, como su “Alteza don Albariño”. También dejó dicho que un buen albariño es el mejor blanco de nuestro país.

Y aquí habría que referirse a la contribución realizada por el arte literario de Álvaro Cunqueiro, que imprimió al augusto albariño un prestigio añadido. Dispuso así este vino de un especial “capital cultural”: una aura artística que únicamente confiere la creatividad literaria de un gran autor: Cunqueiro, forjador de la prosa más sugestiva, imaginativa y poderosa de las letras gallegas, que sobresale entre las de los escritores más conspicuos de las literaturas hispánicas todas.

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