Opinión

Cunqueiro, Huetz de Lemps y el vino albariño

La historia se presenta como una ciencia social que se esfuerza en dar cuenta del pasado del modo más fidedigno posible. Pero, desde Heródoto y Tucídides, es también un arte narrativo que no cabe duda que apela a la memoria, lo que no es óbice para que haga asimismo uso de la imaginación en orden a la recreación de un determinado escenario del tiempo pasado. En sus mejores y más logradas expresiones, la historiografía se acerca a los lábiles dominios de la literatura de enfoque más realista y en particular a aquella que se obstina en dar cuenta del cuadro de una época coetánea a la vida del literato. Tal sincronía le permite ofrecer un testimonio vívido, directo y confiable. Esto la sitúa a años luz de la denominada “literatura histórica”, que evoca épocas anteriores a la existencia del novelista, y todavía peor si su mirada se proyecta sobre países o sociedades alejadas de la suya propia en que desarrolla sus actividades. Tenemos un ejemplo de esto en Flaubert, cuando en Salambó se empeña recrear el mundo cartaginés.

La literatura con mayor fuelle creativo funge también un cierto papel en la recreación de un determinado imaginario colectivo. Señalaba el autor de Merlín e familia en uno de sus artículos periodísticos, en el que refulge, como es habitual en él, su inimitable estilo, que: “sería torpe cosa objetarme con eso que se llama la realidad histórica, a mí que defiendo el ejercicio de la imaginación en la elaboración de la historia”. No hay solución de continuidad entre su criterio y el de Eugeni D’Ors, -por quien el mindoniense sintió honda admiración-, abanderado y defensor de similares argumentos, quien protestaba por el hecho de que: “Bajo pretexto de métodos objetivos, gentes sin ninguna imaginación se habían apoderado de la historia y amenazaban acabar con ella”. Y es que, no pocas veces sucede que no es posible calibrar la realidad a la sola luz del mito de Procusto y su restrictivo lecho.

La viña y su fruto no pueden ser solo genealogía e historia, como tampoco simple y mera decantación de la técnica enológica, que pueden hacer del vino un aséptico producto algorítmico, sobrado de perfección, pero carente de magia y encanto. Las viñas precisan de cultivo esmerado y los vinos de cuidada elaboración, pero también resultan enaltecidos por la imaginación del escritor, el amor del que lo bebe, la cálida convivencia de quien lo comparte y la creatividad cultural que propicia. Por virtud de este sabio arte de estimar los vinos y sus matriciales vides es posible trasponer la trivial y pálida realidad para remontarse al ámbito de la levedad, de lo extraordinario y lo insólito. Y es en este reino donde la existencia del albariño posee prerrogativas de monarca y cobra toda su razón de ser y su “sentido”, saturado de la del principio activo que María Zambrano denominaba razón poética. Y así fue como se convirtió en un vino que sabe tan bien, deleita y “significa” tanto. Porque además de química refinada es portador de un orden cultural y simbólico, posee títulos que le permiten comparecer en el orbe y presentarse dondequiera, como heraldo de un país provisto de personal idiosincrasia, ducho en la recreación de una antigua cultura y que fue capaz de gestar leyendas tan hermosas como las de Cluny y San Ero.

Por lo demás, tengo para mí que en la tarea del historiador desempeña un papel relevante la imaginación creativa, tanto para elaborar hipótesis, cuanto para amalgamar diferentes hechos fácticos, como asimismo para generar la argamasa que los vincula permitiendo erigir el basamento y las paredes maestras de una arquitectura convincente del ayer. Cuando un relato histórico, como el de Huetz de Lemps, supera la perspectiva pedestre y hace gala además de sabia erudición, contribuye sin asomo de duda, tanto al conocimiento del vino en Galicia, como a su enaltecimiento.

Te puede interesar