Opinión

Infancia ourensana

Algunos lectores recordarán que hubo un tiempo en que los niños se empachaban, pero en el que no existía el problema de la obesidad infantil, que hoy en día constituye una auténtica plaga.

Resultaba difícilmente concebible que un niño no comiera lo que su madre le ponía en la mesa. Y los niños tampoco podían dejar nada en el plato. La mayoría de las madres se mostraban inflexibles a este respecto. Mi amigo el filósofo Manolo Rodríguez, nacido en el año 1945, en la Rúa dos Fornos, en la que vivió hasta cumplir los diecisiete años, siempre en Ourense -fue uno de los pocos niños sin aldea, algo bastante infrecuente entonces-, señala que sus padres fueron muy tolerantes con sus caprichos gastronómicos. Un niño bastante consentido. Pero había una cosa que no le pasaban por algo: “-Quedaba solo en amenaza lo de tener que acabar la comida del plato”. Un crío afortunado: la amenaza no pasaba a mayores.

La negativa de un rapaz a dejar el plato limpio, o a comer un determinado alimento, provocaba la desaprobación de los padres, y frecuentemente la imposición del deber de comerlo todo. La máxima que regía era esta: “A quién no quiere caldo, tres tazas”. El castigo resultaba inexorable: se le ponía el plato delante y se le dejaba claro que no se podría levantar de la mesa hasta que hubiera dado cuenta de él. Si porfiaba en el rechazo, las probabilidades eran muchas de que le cayera alguna bofetada para obligarlo a comer.

El poeta Federico García Lorca tuvo la fortuna de que su madre no quiso que sus hijos padeciesen las desagradables experiencias por las que ella había tenido que pasar

Y si los padres eran de carácter obstinado, se lo volvían a poner en la hora de la cena, e incluso podían llegar, en casos de resistencia recalcitrante, a ponérselo delante nuevamente día siguiente. La literatura ha dado cumplido testimonio de estas tribulaciones de infancia. Manuel García Barros evoca esta vivencia aludiendo precisamente a un tierno infante al que no le gustaba el caldo, y se empeñaba en que no lo quería tomar. En efecto, en Las aventuras de Alberte Quiñoi se muestra la reacción de la abuela, y la más contundente del padre, que no se andaba con muchos miramientos: “-Qué es lo que dices tú? ¿Que no comes el caldo? Pues ya lo estás comiendo ahora mismo, si no cojo la taza y te lo echo por la boca abajo”.

Esto no solo pasaba en Galicia, evidentemente. El poeta Federico García Lorca tuvo la fortuna de que su madre no quiso que sus hijos padeciesen las desagradables experiencias por las que ella había tenido que pasar. En efecto, Vicenta Lorca vivió, en 1883, un tiempo en Granada en un colegio de monjas. Era una niña delicada y nunca olvidó que la habían obligado a comer lentejas, plato que detestaba. Probablemente, debido la aquella experiencia, se mostró siempre indulgente con los antojos de sus hijos en lo concerniente a la alimentación.

En este orden de cosas, Héctor Abad Faciolince, en su relato de cuño autobiográfico: Ya somos el olvido que seremos, señala que su abuelo lo obligaba a tomar la mazamorra (gachas), a pesar de que la detestaba. En cambio, sus padres eran mucho más permisivos. Pasados algunos años, hacía este autor la siguiente reflexión: “En mi casa nunca me obligaron a comer nada y hoy en día como de todo. Menos mazamorra”.

Al ver el padre que su vástago no estaba aprovechando bien todos y cada uno de los trocitos del pan, le espetó a modo de reconvención: “Cómete ese pan, mañana puedes verte pobre, y no encontrarás esos trozos que ahora desprecias”

Había quien tenía humor para retratar la sombría historia de la escasez de los alimentos de primera necesidad, que es la cuestión que primordialmente subyace en este tipo de actitudes.

En una escena de literatura costumbrista se recrea un diálogo mantenido entre un padre y un hijo, cuando se encontraban desayunando mano a mano. Al ver el padre que su vástago no estaba aprovechando bien todos y cada uno de los trocitos del pan, le espetó a modo de reconvención: “Cómete ese pan, mañana puedes verte pobre, y no encontrarás esos trozos que ahora desprecias”. A lo que el crío replicó, con impecable lógica: “Pero papá, me parece a mí que menos los encontraré si me los como”.

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