Opinión

Largos son los días de vino y rosas

Hay que honrar al bar como institución de civilidad para que la gente vaya pecando con cierto orden

Existen pocas películas como Días de vino y rosas (dirigida por Blake Edwards, en 1962) que, con un título alegre y optimista, resulten a la postre más deprimentes y tristes. En el comienzo de ella, la protagonista recita un bello poema que incita al goce del momento que se vive: “Recoged las rosas mientras podáis. / Largos son los días de vino y rosas / de un nebuloso sueño surge nuestro sendero / y se pierde en otro sueño”.

En la civilización occidental el vino encarna simbólicamente la alegría de vivir. El poeta Ovidio sostiene, en Ars amandi, que el vino hace que reine la alegría, ahuyenta la tristeza y la disipa con frecuentes libaciones. Las más de las veces, el vino y sus parientes cercanos en el mester de la libación aportan sosiego y consuelo. Ignacio Peyró apunta, en Comimos y bebimos, que se trata ante todo de calmar la taquicardia con el escalofrío de un Martini, de celebrar un momento soleado entre los días. Añade que, en la ciencia exacta de la coctelería, hay una descripción topográfica del corazón humano, del mismo modo en que en el sonido de los hielos se aprecia el eco distante de la música de las esferas. Peyró nos recuerda que, al resultar una parte de la existencia indefectiblemente amarga, ahí está el bar con toda su farmacopea para revelarnos que una hora en copas está mejor invertida que los ahorros de George Soros. El bar figura entre los consuelos de una especie a la que nunca le faltará la sed biológica y, aún menos, la del placer. Hay que honrar al bar como institución de civilidad para que la gente vaya pecando con un cierto orden.

Siempre se ha creído que el vino -como el amor- fortalece la salud. Un arzobispo sevillano, hombre de hábitos regulares, bebía una botella de Jerez cada día en la hora de la cena, excepto cuando se encontraba mal, que tomaba dos. La firme creencia desde la antigüedad en la virtud salutífera del vino quedó fehacientemente demostrada, y bien a la vista, con ocasión de la Gran Peste de Londres, un flagelo que, en el siglo XVIII, afligió a su población En tan avieso trance, tan solo uno de entre todos los médicos de Londres -el doctor Edges- se libró del contagio. Beber varias copas al día “no solo me protegió de contaminarme -según escribió en sus memorias- sino que instiló en mí el optimismo que mis pacientes tanto necesitaban”. Por aquende, ya por nuestros pagos, no escasean los ejemplos del modo en que el vino preservó a los monjes encargados de las bodegas de los monasterios ourensanos cuando la peste arrasaba a sus cofrades, que pagaron muy caro el haber tenido más tasado el vino.

Se tenía por indudable que cierta clase de vinos de guarda, por lo común añejados, venían bien en la senescencia. Esta mentalidad ha quedado fielmente expresada en un pasaje de las memorias de Giacomo Casanova, el ilustrado amador. Refiere el proverbial donjuán que, tras haber mostrado a un prócer musulmán una carta de presentación que le acreditaba como hombre de letras, éste “se levantó y me dijo que quería mostrarme su biblioteca. Lo seguí por el jardín y entramos en una habitación amueblada con armarios enrejados y cortinillas tras ellas, que hacían suponer que detrás estarían los libros. Abrió la cerradura y pude ver entonces con asombro que en lugar de folios había hileras de botellas de los mejores vinos, y ambos nos echamos a reír a carcajadas. Eso es, me dice el pachá, mi biblioteca y mi harén; porque, siendo viejo, las mujeres acortarían mi vida, mientras que el buen vino sólo puede conservarla, o al menos hacerla más placentera”.

El vino hace más generosos y permisivos los corazones. Pero no nos engañemos, no pocas veces los amantes liberales -celosos en el fondo- conceden a su partner licencias poliamorosas, pero al modo de Ford: el cliente puede elegir el coche de su color preferido, con tal de que sea el negro.

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