Opinión

Los raros pobladores del río y la huerta

No ha sido este un año muy frío, cosa que los frioleros impenitentes agradecemos mucho. Pero esta climatología impropia y desajustada ha resultado funesta para la cosecha de grelos que incomprensiblemente precisan un ambiente gélido para prosperar. Es el grelo una verdura rara, tanto por el amarguillo de su sabor como por este rasgo, se diría que más propio del biotopo finlandés que del gallego. Ya digo, un espécimen insólito en una huerta colmada de plantas vecinas que suspiran por temperaturas caniculares para medrar y tornarse boyantes.

Los grelos han padecido además un flagelo habitual en Galicia, cual es el exceso de lluvias. Antiguamente, se decía que el espectro del hambre entraba nadando por estos pagos. Menos mal que las florecientes conservas, y otros procedimientos de conservación de los que disponemos en estas últimas décadas, han contribuido a aliviar el problema: me consta que no han sido pocos los que prorrumpieron en jubilosos ¡albricias!, cuando, a finales de los años sesenta, una empresa pionera en este meritorio ramo, A Rosaleira, nos sorprendió con sus excelentes conservas vegetales.

La lamprea constituye otra rareza, esta vez jurásica y acuática. Nuestra mejor escritora sobre la culinaria tradicional del país -y una de nuestras cocineras con talento-, Matilde Felpeto (¡no se pierdan sus libros!), me cuenta que este año van muy caras las lampreas. Parece ser que no es buen año para ellas. En la zona del Ulla, al comienzo de la temporada, los escasos ejemplares capturados se pagaban a razón de 60 u 80 euros la unidad. Lo normal sería que los precios descendiendo sensiblemente conforme aumentaran las capturas, alcanzando los 25 o 30 euros por ejemplar. Pero no ha sucedido así.

La lamprea es un pez raro, de discutida imagen, con mucha historia y no poca etnografía. Ya los romanos la cataban y de sus patricios más sádicos se cuenta -algo probablemente legendario- que se divertían arrojando esclavos a una piscina poblada de lampreas para divertirse oyendo sus gritos de pavor al ser objeto de succión por su temible boca de dientecillos cónicos (evocadora en el universo simbólico del temor freudiano a la castración por vagina dentada). 

Piscinas o pozas han tenido mejores usos. Han sido muy utilizadas en las riberas fluviales para mantener vivas las lampreas. Un informante de Teimende, parroquia de Arbo, reportaba que: “saliendo vivas, las llevan en sacos, metidas en agua, y no pasa nada, porque la lamprea todavía tarda mucho en morir”. Transportaban, así, las lampreas recién pescadas a una simple poza, que podría haber sido creada por una fuente natural: “En el lodo de las pozas pueden echar un mes o más”. Explicaba también como se preservaba y preparaba el resbaladizo pescado: “Hoy día la lamprea tiene una salida desde que tiene eso del vacío. Y en el congelador también se mantienen un año y pico. Estas que comimos hoy, pues tienen un año”. En su opinión, esto no hace que su sabor desmerezca.

Apela este paisano de Arbo a su memoria del paladar para mencionar los procedimientos culinarios aplicados en los fogones populares de las zonas próximas a su hábitat: “Puedes poner la lamprea empanada, frita, la puedes poner rebozada con huevo, entrecocida. La puedes hacer cocida y enrollarla, pero sin nada dentro. Y echarla en el cocido, cocer con repollo, con chorizo, con jamón, que es muy rica. La puedes guisar con alubias, con guisantes. La puedes poner de todas las maneras que quieras”.

Están además las clásicas recetas, como la bordalesa, que se sirve en los restaurantes. Por cierto, por rara que parezca esta propuesta: ¿Les apetecería probar, como genuina expresión de anomía gastronómica, un guiso alternativo de lamprea con unos inconformistas grelos como guarnición? Ya existe la receta, señal de que alguien pensó que entre los raros puede haber entendimiento.

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