Opinión

Torrente Ballester, la saga/fuga de J.B. y las lampreas

Cuando Ramón Chao tenía siete u ocho años conoció a Gonzalo Torrente Ballester. En compañía de Álvaro Cunqueiro y José María Castroviejo, se dejó ver en el Hotel Chao de Vilalba, donde su padre mandaba a su crío demostrar sus habilidades tocando al piano una pieza meliflua “El Lago de Como”, como refiere Chao en su divertida novela que tituló con el nombre de esta obra. Recordaba que Torrente gozaba cantando aquello de “sola, fanée y descangallada…”.

Muchos años más tarde Chao, convertido en entusiasta admirador del escritor ferrolano, decidió visitarlo en compañía de su buen amigo Carlos Casares, a su casa de La Ramallosa. Observó que “se mostraba coqueto y seductor. Había allí dos chavalas muy atractivas, y él se ufanaba de posar con ellas para que lo fotografiasen entre “una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid”; canturreaba como don Hilarión en La Verbena de la Paloma.

Ramón Chao admiraba en particular La saga/fuga de J.B., una novela que desconcertó por completo al censor encargado de elaborar su informe, quien confesaba sin ambages su estupefacción. No entendió nada, y nada pensaba que entendería el hipotético lector, por lo que no veía peligro alguno en la obra; por ello no osó recomendar ni su aprobación ni su prohibición, solo sugirió que la respuesta oficial fuese el muy habitual y ominoso silencio administrativo.

La acción de la novela transcurre en Castroforte del Baralla, ciudad gallega misteriosamente condenada a desaparecer en prodigiosa levitación, si alguien no lo impedía. El único que podía hacerlo era un hombre cuyas iniciales eran J.B. En el relato, la lamprea ostenta un protagonismo extraordinario: resulta que la señora Benita, una mujer de bien, que se gana la vida honradamente con su tienda de abacería en la que también ofrece empanadas de lamprea, grandes y pequeñas, enteras o en pedazos. Las hacía ella misma, dándose buena mano para gramar la masa y sacarla delgadita y crujiente. Las lampreas se las pescaba el señor Florindo el Maricallo, que dormía con ella, pero sin que pasara nada. Se calentaban el uno al otro cuando hacía frío, pero en eso no hay mal alguno.

Una mañana, los pescadores constatan que las lampreas ya no acuden porque el río está vacío y se preguntan: “¿qué va a comer la gente? Eso mismo inquieren unas pobres mujeres -siempre son ellas las que se preocupan por dar de comer a los suyos-, y se dan una explicación: “robaron el Cuerpo Santo”. El asunto se comenta en la Alameda, que nunca vio tanta gente, ni en los días de la verbena del Cuerpo Santo, cuando se queman los fuegos artificiales con la gran lamprea mítica, casi dragón y no lamprea, que empieza siendo roja, luego verde, y, por fin, amarilla, y acaba deshaciéndose en millares de lampreítas que vuelan por el aire y después caen, y los chiquillos se colocan debajo a recibir aquella lluvia de peces encendidos.

Al Santo Cuerpo Iluminado se lo llevó don Jacinto Barallobre porque era suyo, y las lampreas han huido siguiéndolo —al Santo Cuerpo, no a don Jacinto—. Antes de eso, las lampreas se hallaban en el río, unas veces gruesas, grasientas, de vender a buen precio, y otras flacas, pajizas, melancólicas, de ir tiradas, según que hubiera o no cadáveres. En pos de ellas acudían a la urbe los viajantes de comercio, los curiosos de la Colegiata y los aficionados a la buena mesa. Sin Santo Cuerpo y sin lampreas que iba a ser de la ciudad. Al carecer de industria, las peregrinaciones al Cuerpo Santo dan menos dinero cada vez, y las lampreas, a falta del alimento humano que las hacía inmejorables, no habiendo quien se suicidara, no podían competir con las de Villasanta. En medio de tales desventuras, no eran pocos los que sentían nostalgia de la taberna cerca del Mendo donde guisaban las lampreas según una receta milenaria. Quién sabe si la volverían a catar.

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