Opinión

Valle-Inclán, el vino y el amor a salto de mata

El amor requiere cierta constancia, algún que otro trago de vino y buena conversación

De todos es sabido que el vino y el amor conforman un maridaje dotado de sólidas raíces históricas. El Arcipreste de Hita, en El libro del Buen Amor, se hace eco de la formulación grecolatina que vincula como compañeros inseparables a Venus y Bacus. Como se puede apreciar, esta ligazón se percibe también en la Edad Media, pero ya con anterioridad, el Cantar de los cantares, de Salomón, consagraba este vínculo otorgando la primacía al factor cordial: “Mejores son que el vino tus amores; mejores al olfato tus perfumes; ungüento derramado es tu nombre”.

El poeta clásico Ovidio estaba persuadido de la necesidad de que existieran los dioses, y puesto que convenía creer en su existencia, le parecía pertinente que a las antiguas aras se añadieran ofrendas de incienso y vino. 

En la profusa historia de eros y el vino, la poesía persa, por boca de Omar Khayâm, marca un hito en el latido hedonista de beber y amar. Tiempo después, la mística sufí asume esta tradición que permite alcanzar el divino éxtasis, perpetuando la imagen del vino como potenciador del amor. Y es que, como ya sostenía Ovidio: “Con amor, el vino es fuego”, anticipando con esta sentencia el ritual de las bacanales romanas. 

Los amores requieren buena nutrición y una salud cuando menos pasable. Cuando ésta se pierde, resulta de todo punto impracticable pensar siquiera en el sexo. Como sostiene un proverbio: Sin pan ni vino no puede haber amor fino.

La firme creencia desde la antigüedad en las propiedades del vino como alimento sano, e incluso en sus virtudes terapéuticas, quedó demostrada una vez más con ocasión de una peste que se desencadenó en la ciudad de Vigo. El mal se propagó a causa de la carestía del vino que se hacía traer de Ourense -bebida mucho más saludable que el agua, frecuentemente portadora del tifus- lo que indujo a las gentes a tener que beber primordialmente el agua de las fuentes públicas, con consecuencias letales.

El amor requiere cierta constancia, algún que otro trago de vino y buena conversación. Pocas cosas hay más tristes que ver una pareja que comparte mesa, cuyos integrantes no tienen nada que decirse, de suerte que cada uno se distrae mirando a todo el que pasa por allí. La consecución de una cierta calidad en el desarrollo de los sentimientos que nos vinculan requiere capacidad de escucha y cierta constancia. Muchos se dejan seducir por el atractivo y refulgente aura del poliamor. Mas no siempre es esto lo que más conviene, como parece advertirnos Valle-Inclán, en La marquesa Rosalinda: “El amor casero no mata, / es como un vino cordial. / El amor a salto de mata / Es el que sienta fatal.

 Quien, como Rubén Darío, se empeña en plurales cortejos, que devienen no pocas veces en trabajosos desengaños, mejor le iría tomar en consideración esta popular e irónica chanza: La otra noche bajo tu balcón, / te grité te quiero / y me tiraste una flor. / La próxima vez, / sin maceta, por favor.

Los tildados de “viejos verdes” (de las mujeres ni eso se decía, suponiéndose que carecían de deseos) de antañonas épocas galdosianas y aún franquistas, solían requebrar a las mujeres diciéndoles que la gallina vieja es la que hace mejor caldo. “Hombre viejo, vino de reserva, madera con solera”, dice uno de los ancianos de la glamurosa residencia para músicos jubilados, en la película El cuarteto. Ovidio, incansable filibustero del amor, se muestra convencido, en Ars amandi, de que: “La Naturaleza no concede estas dichas a los años juveniles, sino a esa edad que comienza después de los siete lustros. Los que se precipitan demasiado, beben el vino reciente”.

Alegatos optimistas, para un tiempo de preponderancia senil, que no debe hacernos olvidar que: “Como decía el poeta, / al llegar a cierta edad / poco coño, / mucha coña / y un poquito de coñá”.

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