Opinión

La vida ao pé do lar

El paradigma de la gastronomía gallega enxebre se fraguó hace menos de doscientos años, con la difusión de un producto primordial, que nos define a los gallegos quizá tanto como a los irlandeses: la patata. También con la introducción de una nueva tecnología derivada de la revolución industrial, la cocina de hierro, llamada bilbaína (aunque muchas salieron de la fábrica ourensana de Malingre), que mejoró ostensiblemente la lareira del Paleolítico, que se complementaba con el pote (así como con la sartén) que se colocaba sobre la trepia o bien se colgaba de una cadena o gramalleira, surgido todo ello de la revolución neolítica.

La hoguera que crepitaba en los ardientes leños -generadora de una luz mucho más intensa que la de los débiles candiles- hizo posible la prolongación de las veladas. Se durmió menos pero se vivió más. En las lareiras se fraguó la dieta atlántica, que es ante todo una culinaria de pote y cocción, muy saludable por cierto. En ellas se podía cocinar sobre las brasas, lo que no era factible en las bilbaínas. Bien fuera directamente o bien posando sobre ellas una parrilla o bien una sartén para preparar, por ejemplo, las filloas. Las setas y champiñones se cocinaban en algunas partes sin más miramientos en las brasas del llar.

Asimismo, era posible preparar en ella los bollos del llar, que se cocinaban directamente encima de la piedra del hogar, donde, por cierto, también era posible elaborar las filloas. Y había además algunos alimentos, como los chorizos, ciertas carnes o las espigas de maíz, que se asaban ao espeto aproximándolos al fuego del llar.

La lareira cumplía además un importante papel para hacer posible la cura y conservación de ciertos alimentos a través del ahumado; en particular de los chorizos y demás embutidos derivados del cerdo que se solían colgar encima de ella, a prudente distancia del fuego. Una función esta insustituible en una época en que no existían apenas los aparatos de refrigeración doméstica. Además, el llar resultaba esencial para secar un determinado alimento que tuvo una importancia extraordinaria en el menú del campesinado: la castaña.

Pero esto no era todo. El fuego que ardía en la lareira se aprovechaba para una gran diversidad de usos, además del culinario, tanto utilitarios, como “culturales”, podríamos denominarlos así. En la lumbre se endurecía la madera de los instrumentos de labor, y también algunas otras cosas: Valle-Inclán describe en Romance de Lobos la antesala de una casona donde una rapaza hilaba, mientras “otros criados desgranan maíz, a la redonda de una cesta colmada de mazorcas”. Se valían para ello de un carozo que procuraban endurecer en el fuego de la lareira para que realizar mejor la labor y buscando, de paso, que no les provocara dolor en las manos. 

Tampoco admite duda que la brasa de un palo ardiente les venía de perlas a los hombres de la casa para encender de vez en cuando un pitillo de llar. Mientras tanto, en el entorno, los niños hacían sus juegos: algunos tomaban un palito con brasa y se entretenían efectuando imaginativos dibujos de humo en el aire. Al pie del lar se practicaba el arte de la conversación, el rezo familiar del rosario y se cultivaba la literatura oral, plasmada en los cuentos con que se entretenían las horas nocturnas.

Las lareiras resultaban útiles también para secar la ropa. Pero las aventajaban en esto las cocinas bilbaínas, por su mayor potencia calórica y también por su duración, puesto que su irradiación de calor perduraba mucho más tiempo. Manuel Rivas escribió acerca de su propia experiencia familiar a este respecto. Evocaba así su época de rapaz que creció en un hogar proletario de un barrio coruñés: “En la casa, antes de imponerse el butano, teníamos una cocina de hierro. Allí mi madre organizaba el campamento de secado en el invierno. Una noche llegó mi padre mojado de la obra y acabó empapado hasta los huesos en el viaje de vuelta la casa con la lambretta. Era aquella una moto elástica, en la que llegamos a viajar cuatro personas. ¿Como? Pues con voluntad de estilo en la colocación. El caso es que mi padre llegó pálido. Mientras iba poniendo, temblando, muda seca, mi madre tendía sobre la bilbaína la ropa mojada. Yo estaba allí también por la bilbaína, haciendo los deberes escolares en el lugar más cálido. Y fue entonces cuando mi madre hizo un alto en la tarea, se percató de mi presencia y dijo mirándome fijamente, casi en tono de riña:

-Y tú, cuando seas grande, a ver si buscas un trabajo donde no te mojes.

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