Opinión

El vino y la historia del gusto

Ya se sabe que en materia de gustos… hay mucho escrito. Forman legión quienes todavía opinan en nuestros días que los vinos blancos resultan particularmente apropiados para el pescado, en tanto que los tintos maridan mejor con la carne. Los expertos en el complejo mundo del vino suelen advertir que la cuestión no va tanto de colores, como de sus distintas cualidades organolépticas.

La valoración de los vinos ha estado muy condicionada por las mentalidades y la evolución del gusto. Por ejemplo, en términos generales, la consideración de los blancos como vinos finos y delicados, en contraposición a los tintos, tenidos por groseros y burdos, es muy probable que haya sido un rasgo común presente en la mentalidad de las sociedades occidentales de arraigada cultura vinícola. El historiador Jean-Louis Flandrin apunta que antaño era muy común en Francia atribuir la grossièreté a los vinos tintos y el refinamiento, la délicatesse, a los blancos y claretes.

Como sostiene Pierre Bourdieu, el gusto en materia alimentaria depende de la idea que cada clase social se haga del cuerpo y de los efectos que se considere que ejerce sobre él una determinada nourriture. El gusto de la elite contrasta con el gusto popular, como también difieren sus necesidades nutricionales respectivas. Flandrin apunta que no basta con oponer los buenos vinos bebidos por las elites, a los malos trasegados por los paisanos. Distintas eran, indiscutiblemente, sus posibilidades económicas, pero también los gustos de unos y otros diferían, así como sus requerimientos fisiológicos, en consonancia con el tipo de actividad u oficio que desempeñaba cada cual. Se consideraba que el tinto alimentaba más y aportaba mayor vigor -en cierto modo sangre, roja como su color-, a los campesinos cuyo trabajo requería la utilización de una intensa fuerza muscular.

La reputación de que gozaba el vino blanco, tenido por refinado, distinguido y tal vez sublime, parece haber alcanzado también al estamento eclesiástico. El vino blanco debió de parecerles más espiritual y sutil, lo que parece haber sido determinante en la decisión que se adoptó al final de la Edad Media, consistente en dejar de lado el vino tinto para emplear solo el blanco en el sacrificio de la misa. Se operó este cambio a pesar de que en la transubstanciación resultaba más verosímil que fuera el vino tinto el que se transmutara milagrosamente en sangre de Cristo.

En los que concierne a Galicia, en la época gloriosa del vino del Ribeiro, comprendida entre los siglos XVI y XVII, era el blanco el que más se apreciaba y mejor se exportaba: “la madre del vino en quilate subido”, como lo denominó Molina. Esto parece indicar cual era la preferencia de la élite que demandaba este tipo de vino en Gran Bretaña y en los restantes países europeos a los que se destinaba. Es posible conjeturar que la nobleza e hidalguía de la comarca vitícola ourensana más ilustre prefería los caldos rubios. A Otero Pedrayo no le cabía duda que: “En los días clásicos del señorío en las mesas hidalgas sólo corría el vino fino, blanco”. Lo que resulta seguro es que los bodegueros de esta comarca, condicionados en parte por el gusto predominante entre los consumidores del resto de Galicia y hegemónico también en España, gustaban más del tinto, que fue el que pasó a cultivarse con más obstinación en los siglos posteriores. Álvaro Cunqueiro confesaba su particular devoción por el vino blanco, elaborado con uva albariña y también –y especialmente– con treixadura, a la que atribuía determinadas virtualidades intelectuales y espirituales: “Yo gusto de los blancos que llevan más de una mitad de treixadura: son los vinos para aperitivo de estudiosos, del Padre Feijoo o del maestro Otero Pedrayo y, al caer la tarde, preparan el alma para la contemplación de las brillantes estrellas”.

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