Opinión

El vino de misa y los aprovechados

El vino fue la gran obsesión de las poblaciones del mundo antiguo. En el norte de Europa desapareció completamente a no ser en las mesas de los ricos y en los altares de las iglesias, donde era imprescindible para la celebración del sacrificio de la Misa. Esto constituyó un acicate para el comercio de importación. En las restantes partes de Europa resultó más fácil atender las exigencias que hizo surgir el sacramento de la eucarística: disponer de las dos especies, pan y vino, para poder efectuar la consagración en debida forma. Movidos por tal apremio, los párrocos en sus dextros y las comunidades religiosas en los predios de sus monasterios, se esforzaron por extender las plantaciones de vides y el cultivo del trigo en las tierras “de pan llevar”.

El tránsito a la utilización del vino blanco representó un ascenso en la capacidad de abstracción. Y es que el color blanco, arrubiado, pajizo o dorado, posee unas connotaciones simbólicas más puras y espirituales que el color rojo

Por otra parte, el vino de misa fue tradicionalmente tinto, hasta que a finales del siglo XIV fue sustituido por el blanco. El hecho de que al principio de nuestra era se prefiriera el vino tinto para la misa y que esta opción se hubiese mantenido durante varios siglos se debe probablemente a su semejanza cromática con la sangre. Pero también al hecho de que en el imaginario colectivo se concebía como la sangre de la tierra, engendrador de sangre en las personas, y muy apropiado por consiguiente para la transubstanciación mística en sangre de Cristo.

Desde el siglo XII, la Iglesia comenzó a dejar de servir el vino de misa a todos los fieles, quedando reservado tan sólo para el sacerdote. Por el contrario, el pan -bien que a manera de hostia- continuó repartiéndose entre los feligreses hasta el día de hoy

El tránsito a la utilización del blanco representó un ascenso en la capacidad de abstracción. Y es que el color blanco, arrubiado, pajizo o dorado, posee unas connotaciones simbólicas más puras y espirituales que el color rojo. Además, las dignidades eclesiásticas estaban convencidas de que resultaba más fácil convertir en impuro el vino tinto que el blanco. En éste se notaba más. En la era del Barroco, el médico Gerónimo Pardo lo expresaba así. “porque el que se haze de blanco es menos falsativo”.

Desde el siglo XII, la Iglesia comenzó a dejar de servir el vino de misa a todos los fieles, quedando reservado tan sólo para el sacerdote. Por el contrario, el pan -bien que a manera de hostia- continuó repartiéndose entre los feligreses hasta el día de hoy. Se alegó que el reparto de vino no era necesario porque ya en la Sagrada Forma se operaba la transubstanciación completa. Se dejó así de considerar como antaño que la transustanciación del cuerpo de Cristo se producía en el pan y la de su “preciosísima sangre” en el vino. En 1418, el Concilio de Constanza prohibió oficialmente la comunión también con vino. Aquello que hacían algunos aprovechados, de quedar para acudir ilusionados a la misa donde echar un trago, se acabó entonces para siempre.

Cabe señalar, que el blanco del Ribeiro fue el que gozó de mayor prestigio a través de muchos siglos, tanto en Galicia como en el conjunto de España y más allá

Por otra parte, se había considerado siempre que los “vinos de bendecir” tenían que ser puros, “naturale de genuine vitis”, como prescribe el canon 815 del Codex Juris Canonicis. No servían para consagrar los vinos adulterados o imperfectos. Cabe señalar, que el blanco del Ribeiro fue el que gozó de mayor prestigio a través de muchos siglos, tanto en Galicia como en el conjunto de España y más allá. Era mejor, y también más caro y auténtico, que la mayoría de los restantes caldos, por lo que se consideró como particularmente idóneo para su uso en la liturgia católica durante la eucaristía. Por cierto, que, en ese instante culminante, el oficiante tenía que estar bien seguro de que el vino con el que había de obrar el milagro de la transustanciación estuviese inmaculado. Tan importante era esto como su pureza de alma. Juan Benet alude un cura que había tenido una juventud borrascosa hasta que se hizo sacerdote, cumpliendo partir de entonces impecablemente con su ministerio. -Y olvidó por completo su pasado. -Totalmente, salvo un pequeño detalle: en el momento de alzar la copa en misa, adelantaba inconscientemente el pie buscando el apoyo de la barra.

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