Opinión

El vino tostado que beben los ángeles

Refieren las crónicas mitológicas que, en el simposio o banquete, Dionisos y otras deidades del Olimpo se hacían escanciar sus copas por diligentes servidores. En muy otra y bien distinta teología, los seres celestes gustan de recrearse también con el agasajo del vino. Ítem más: hay algo que saben quienes cultivan las uvas de la variedad treixadura y las cuelgan en vigas para llevar a cabo su proceso de secado; unos racimos -digo- que antaño pisaban mociñas del Ribeiro o Valdeorras, que como las de la Charenta, se abrazaban bailando entre alegres risas y canciones. Pues bien, cabe destacar que en este proceso de pasificación y posterior martirio de la uva en la fermentación, que sufren para destilar el legendario vino tostado, se produce una importante merma de la sustancia: un néctar secretamente libado por los dioses. 

Del mismo modo que acontece con el coñac o armañac envejecido, el tiempo no transcurre en vano. Hay una parte numinosa que ya no está y desaparece, puesto que cada día se evapora de las barricas de coñac reserva Jarnac, de treinta años, el equivalente a venticinco mil botellas. La misteriosa sustancia que se evapora se suele llamar “la parte del ángel”.

Este mismo fenómeno invisible acontece en el sereno ambiente del interior de las bodegas en que tiene lugar la crianza del whisky escocés. El scotch envejece en barriles de roble perfectamente cerrados, pero una parte consigue evadirse misteriosamente. Es lo que recibe el nombre de “la parte de los ángeles”. Cada año, un barril pierde en torno a un dos por ciento de su contenido. Durante este proceso, el whisky ve reducida su intensidad, pero adquiere carácter y desarrolla complejos aromas. Es la contrapartida devuelta por los seres angelicales que se han llevado su parte.

El mosto prestigiado por los dioses desarrolla la parte de divinidad que adquieren los mortales tras su ingesta. Suscita un punto de discreta ebrietas, aquella de la que Ovidio, en su Ars amandi, indicaba que no impide al seso ni a los pies cumplir su oficio, una actitud muy alejada de la bebida desatinada que provoca reyertas. Antes bien, se debe buscar en el vino la sabia ebriedad cuya alquimia acerca a los humanos, aportando calor en el trato, amabilidad y empatía.

La ebriedad debe de estar bien administrada pues no conviene dar la nota. Angífanes apuntaba que cualquier cosa puede disimularse menos el amor y la ebriedad. Ignacio Peyró sabe que se puede beber como una bestia o como un ángel, mas es aconsejable no volver descalzo a casa ni forcejear con la cerradura del vecino. Que nadie se destete de la sobria ebrietas, de la copa que despereza los afectos y nos concede un tiempo para la ecuanimidad. Esa aura que rodea la imagen del El alegre bebedor, del pintor Frans Hals.

Ovidio, nos recuerda que el vino ahuyenta la tristeza. Tras la copa de champán el mundo deja de ser un valle de lágrimas. Eduardo Galeano advierte que: “todos somos mortales, hasta el primer beso y la segunda copa de vino”.

Afrodita, la diosa del amor profano, permite mayores licencias. Jugar al amor cuando se está ebrio es una usanza casi tan antigua como el mismo vino. Los “Octavos”, juegos originarios de la Magna Grecia, eran ritos erótico-dionisíacos que consistían en beber tantas copas de vino como letras formaban el nombre de la amada. Así, el banquete griego, que en un principio utilizaba el vino para filosofar, se sexualiza. Ovidio recomienda la buena disposición para el amor y sugiere al enamorado que escriba en la mesa dulces palabras con gotas de vino, de manera que su amiga adivine tu pasión y que además tome el vaso que rozó con sus labios y beba por el mismo lado que ella bebió.

Más, al fin y al cabo, evitemos ponernos estupendos, puesto que también, como Josep Pla nos advirtió: “se mea todo”.

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