El primer día que fui a ver jugar a mi hijo un partido de fútbol con sus demás compañeros de ocho años en el equipo del colegio, decidí que intentaría matricularle en kickboxing. Y ahí está, cada semana, a salvo de la ira que aquel día se dirigió hacia él encarnada en un niño que casi le doblaba en envergadura y que iba con determinación salvaje a por el balón -o lo que crujiese- que acababan de pasar a la posición de mi inocente niño en peligro grave.
Por fortuna, la locomotora llegó antes y cargó la pierna dispuesto a reventar la pelota del patadón palante, mientras desde la banda, pero por dentro del campo, su padre le gritaba ¡"vamos hostia, vamooooos, entra, entraaaaaaa!". Menos de un segundo separó a mi hijo de probar en sus propias carnes la violencia del fútbol base y pocos más me faltaron a mí cuando el progenitor de aquella apasionada criatura me escuchó susurrar "pero qué bestia", mientras suspiraba aliviado. La cosa no fue a mayores porque yo no entendí bien su mirada lacerante acompañada de una especie de gruñido hondo y del movimiento nervioso y provocador de su cuerpo. Además, el partido terminó en aquel preciso momento y cada cual se llevó a sus vástagos para casa, sin bajas médicas importantes aquel día, ni entre éstos ni entre el público.
Sin embargo, esta violencia que se repite y se retroalimenta en los terrenos de juego, no está en el deporte, sino en las personas que la ejercen y que la justifican en la pasión o la disculpan en el amor a los colores de su equipo. Jugadores que besan el escudo y presumen de los valores de su club, mientras en el campo escupen al rival y se acuerdan de la madre del árbitro. Aficionados hooligans que jalean y se entrega a la falta total de respeto al prójimo, al exabrupto y a la furia, como en plena posesión demoníaca.
Estamos muy lejos de erradicar estas acciones puesto que la base sobre la que construir la convivencia pacífica y el respeto al prójimo pasa por la educación, y es, posiblemente, el principal déficit de nuestro país. Falta también valor y decisiones ejemplares y arriesgadas por parte de las autoridades públicas y los responsables de los equipos y federaciones deportivas, así como el compromiso real y la conducta ejemplarizante de aquellos deportistas profesionales de alto nivel que sonríen en los anuncios publicitarios pero que defraudan como personas.
Pero, en fin, qué se le va a hacer, patadón y palante, que también vamos ya por la octava entrega de Fast and Furious, la exitosa y millonaria saga cinematográfica protagonizada por Vin Diesel, que promete llegar a las ochenta o más -si el planeta no revienta antes con este panorama- y que presume de más acción, más velocidad, más adrenalina y más disfunción cerebral. La película viene cargadita de tópicos, músculos, testosterona, coches, música -si es reggaeton, mejor- cerveza, tías, tensión sexual y ambiente calentito en el que se mueve como pez en el agua Dominic Toretto, machote malote bueno en el fondo que, a pesar de rayar en lo ridículo, es envidiado por infinidad de seguidores que están en este momento despistados del fin último de aportar valores importantes al futuro de la sociedad.