Opinión

Entre Antela y Doñana

Hubo una vez un general escondido en su laberinto de mano dura. El tipo levantaba pantanos por doquier y arruinaba tierras fértiles en beneficio de amigos empresarios de aquel progreso llamado electricidad. Fue tan brillante el negocio que los herederos todavía hoy nos sablean, aunque el sable del militar lo hayamos sacado de Cuelgamuros. Cuando el general se cansó de pantanear y de mandar a la emigración -acopiando divisas-, a miles de labradores y jornaleros, con el desarrollismo salvaje vació la España que ahora nos duele, inventó la repoblación forestal y sembró prados y montes de pinos y eucaliptos en beneficio de los madereros y de las celulosas. Lo hizo sin pudor frente a la desertización ni temor a los incendios interesados. Aún sufrimos aquella política cada verano y antes de la elecciones.

Mediaban los años cincuenta del pasado siglo cuando el general y sus amigos tuvieron la genial idea de desecar la laguna de Antela, uno de los humedales más extensos de la península. El objetivo confesado era sembrar patatas. La laguna estaba en la provincia de Ourense desde el periodo terciario. Eran 3.600 ha de tierra inundada, siete kilómetros de largo por seis de ancho. A la acción le llamaron progreso y puestos de trabajo. Destruyeron el hábitat y desaparecieron millares de aves y especies acuáticas. Ni el trabajo ni la población fue a más aunque las patatas de A Limia tengan fama internacional. También se llevaron la arena para levantar edificios. Ahora no se sabe muy bien qué hacer con miles de metros cuadrados de tierra sin cultivadores.

En el otro extremo, La Manga del Mar Menor la comenzó a destruir Felipe II en el siglo XVI. Sin embargo, cuando el general y los suyos descubrieron las ubres del turismo, el lugar dejó de ser un paraíso natural para mutarse en gran negocio de la especulación urbanística, como en toda la costa levantina. El Mar Menor agoniza cada año, porque muerto el dictador no se acabó la rabia. No muy lejos de allí, vemos como los Ojos del Guadiana están siendo sobrexplotados y hasta sufrieron intentos de privatización. Se secaron las turberas, ardieron y la fauna desapareció. También el agua. 

Escarbando en la historia podríamos remontarnos a la explotación romana de Las Médulas, ahora irónicamente Patrimonio de la Humanidad, o a las minas de Riotinto, imitación del medio ambiente de Marte… La lista de destrucción de la naturaleza en la Península Ibérica es infinita. Una vez fue un gran bosque cuyo suelo no pisaban las ardillas. Quizás por lo mismo a nadie le extraña que el general Moreno Bonilla legisle para destruir el Parque Nacional de Doñana. Es lo habitual. Pretende legalizar más de mil pozos de los que se sirven cultivos intensivos de la zona, igualmente ilegales. Los mismos que secan Doñana. De nuevo sobre la mesa está la excusa de los puestos de trabajo, de crear riqueza y, como novedad, conseguir un puñado de votos. El presidente andaluz en su cruzada desafía a los científicos, al Gobierno del Estado -está de moda en el PP-, las normas de la Unión Europea -no se sonrojarán cuando vayan a Bruselas a hacerse la foto euroescéptica-, y a la obligada protección internacional del medio ambiente, con la que a veces, hipócritamente, se les llena la boca de agua.

Un buen ejemplo. Moreno Bonilla es un político “conservador” de la vieja tradición. Y tan “moderado” que tira la piedra de la ultraderecha y esconde la mano. Como diría mi abuelo ante su mayoría absoluta: “Del toro manso líbreme Dios, que del bravo me libro yo”. 

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