Opinión

Gritos por flores

Mientras siento necesidad de un puñado de silencio, desde algún lugar me llega la voz de Dalida cantando aquella canción de finales de los años sesenta Le temps des fleurs, y compruebo lo fácil que resulta caer en esa nostalgia que todos los días nos venden entre los huecos de la escandalera política. Me paro a pensar y me asalta la perversa sospecha de estar en medio de una conspiración donde por un lado se multiplica un supuesto catastrofismo y por otro, subliminalmente, nos inducen a pensar, como Jorge Manrique y su tópico tempus fugit, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Peligrosa ambivalencia.

Es cierto que el ruido político se está haciendo insoportable sin que los protagonistas se detengan a pensar en las consecuencias sociales que puede acarrear para la ciudadanía semejante situación de estrés. En poco tiempo hemos pasado de la tensión propia y natural entre Gobierno y leal oposición a una policonfrontación con el sólo objetivo de desalojar del poder a unos y otros desde posiciones contrarias irracionales. Una crispación que acabará beneficiando al descontento general, paso seguro para las propuestas simples de los populismos y de la extrema derecha.

Quizás no estemos en el tiempo de las flores, no. Pero tantos abrojos en nuestro presente destruyen los escasos caminos de las esperanzas. Los organismos administrativos se han convertido en puntas de lanza de unos contra otros. Cuando son de distinto color, los ayuntamientos gritan contra las Diputaciones. Las Diputaciones se muestran beligerantes contra los Gobiernos Autónomos. Y estos se confabulan contra el Gobierno central. Todos contra todos en un barullo de desconciertos donde no existen alternativas sólidas de cuantos se oponen a quienes gobiernan. No es fácil analizar un proyecto de ciudad, una idea de provincia, un programa de futuro para una autonomía y una esperanza coherente para el Estado español. A la falta de ideas se suman los tropiezos del día a día, los saltos en la gestión, la chapuza para salir del paso… Y, por descontado, la permanente caza del líder de turno.

Desde la organización administrativa que nos dimos en la Constitución de 1978, España cuenta con la mejor articulación territorial y política desde las provincias del Imperio Romano a nuestros días. Fueron necesarios siglos, contiendas, intereses religiosos, disputas regionales… para llegar al consenso del siglo XX, sustentado en la consolidada distribución provincial decretada por Javier de Burgos en 1833. El proceso de afianzamiento de la España de las Autonomías ha durado casi tres décadas pero, desde antes de ayer, las colaboraciones institucionales han dejado de ser una pirámide en beneficio de la ciudadanía para convertirse en reinos de taifa desde los que el reyezuelo de turno, agraciado con el poder de los votos, levanta su bandera contra el contrario ideológico situado en el escalón inmediato superior.

Y no están aislados. Cada alcalde, presidente de Diputación o del Gobierno autonómico, no es un llanero solitario. Se han integrado en federaciones, en ejes territoriales, en grupos con identidad histórica o cultural, en pintorescos hermanamientos… Órganos en los cuales a veces dicen elaborar proyectos conjuntos, pero finalmente acaban siendo simples plataformas de infinitas reivindicaciones y escasa colaboración institucional. Ruidos sumados al ruido político general.

Hoy he apagado todos los aparatos de información. Sé que no es Le temps des fleurs que sonaba lejos, pero animo a pedir a nuestros líderes que cambien gritos por flores, por favor.

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