Opinión

Otra vida en movimiento

Con los ecos de la Semana Santa, aun retumbando contra mis cristales, y la imagen de millones de automóviles rodando de un lugar a otro, hoy cumplo un año sin coche. En marzo de 2022 tomé la decisión de convertirme en un ser humano mutilado de las cuatro ruedas. Vendí los dos últimos cacharros de los muchos usados para moverme durante cincuenta y tres años. Mi vida ha estado unida al automóvil a partir de los dieciocho recién cumplidos. Entonces ser conductor y disponer de vehículo era un privilegio, ya fuera porque lo utilizabas para trabajar o para la vida social. Mi circunstancia fue la de ambos casos. Sin embargo, con el paso del tiempo el coche acabó convirtiéndose en una prolongación del hogar, primero. Y después en un apéndice tan vicioso y necesario como tener extremidades o estómago. Incluso, cuando dolía, el impacto estaba tan cerca del corazón como la cartera o tan pegado al cerebro como la cuenta corriente del banco. Un día comprobé que adquirir y mantener el coche resultaba más caro que criar a un hijo. Con la desventaja de que el coche se depreciaba y el descendiente podía alcanzar el valor de una buena inversión de futuro. Ambas son experiencias vitales.

Con ese vicio y sus dependencias en mi currículo, valoré la terrible situación a la que debería enfrentarme sin depender del coche propio. Me propuse ser un individuo caminante, inhabitual antes. Me imaginé siendo usuario del transporte público, escasamente utilizado hasta el extremo de odiar los viajes en autobús más allá de los perímetros urbanos. Y me ilusionó incrementar el uso del ferrocarril, al que sí he amado desde la infancia. Tuve la sensación de enfrentarme a la boca de un túnel macabro. A la inseguridad de calcular los horarios de los transportes, a las ecuaciones de segundo grado para compaginar unos y otros, a la carestía del taxi, a la ignorancia de las líneas y paradas… Un universo absolutamente novedoso para mí. Los primeros meses sentí angustia. Sané rápidamente.

Existe otra vida en movimiento más allá del coche. Y es fantástica. He descubierto grandes diferencias en las calles de mi ciudad vistas desde las ventanillas de los buses urbanos. Desde ellas me resulta entretenido y gozoso observar el transcurrir de la existencia por las aceras, los guiños de los escaparates, el silencio sonoro de los edificios, la congestión y los cabreos de los automovilistas. Las virtudes y problemas de lo cotidiano tienen sonidos distintos a los de los informativos. Además, por mi habitual manía de hablar con la gente he entablado amistad con una ciudadanía eternamente ignorada. Aprendo todos los días de las experiencias de los demás.

Incluso he viajado en bus interurbano y los paisajes, las parroquias, las aldeas, los pueblos han despertado en mí sentimientos jamás alcanzados tras el parabrisas del coche. Hoy sé que en los lugares más remotos de esta inmensa Galicia rural existen paradas de bus, que hay gente que sube y baja en ellas. He vivido la experiencia de sentarme en alguna y esperar por esperar. En una me apliqué a contar los cientos de coches que pasaban ocupados por un solo pasajero agrandando el disparate de la contaminación y el absurdo de la prisa. También he multiplicado los viajes en ferrocarril, cada vez más rápido y cómodo, y he afianzado mi viejo lema de que “viajar en tren es como hacer el amor, conoces gente”. Y he encontrado taxistas para escribir una enciclopedia sobre sus perfiles, con más virtudes que inconvenientes. En los próximos meses haré un cálculo de cuánto ahorro viviendo sin coche. Hoy me siento feliz sin ellos. 

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