Opinión

Las reglas del juego

Las reglas del juego son normas convencionales creadas para regular el adecuado comportamiento de los jugadores y otorgar al árbitro la capacidad de dictaminar correctamente en caso de conflicto. Naturalmente las reglas del juego pueden ser reformadas e, incluso, cambiadas por otras más adecuadas de mutuo acuerdo entre los contendientes. La Constitución de 1978, de rabiosa actualidad en la contienda postelectoral, es la principal regla que rige nuestro juego político presente. Es la norma principal de las reglas de convivencia. Pero ni tiene el don de la perpetuidad ni es infalible. Además es interpretable como tenemos la fortuna de ver cada día, según el cristal con que se mira o el interés que la utiliza. Del mismo modo que las otras seis Constituciones, que nos hemos dado desde 1812, también esta del 78 pasará a la historia de nuestros anales con más glorias que penas.

Sin embargo, mientras la reforma llega sería bueno poder sancionar a quien usa su nombre en vano, porque hiere a la dignidad escuchar a individuos como Aznar, tan militante anticonstitucional en 1978, utilizarla con la furia de los conversos contra quienes defendimos su importancia y valor desde el primer momento. Aunque a él le sirvió para llegar a la presidencia del Gobierno de España carece de autoridad para acusar a los socialistas de conspiradores contra la Carta Magna. Porque es falso y porque deturpa su espíritu al incitar a la ciudadanía a enfrentarse en las calles en defensa de los intereses de su partido. Un PP que lleva casi cinco años incumpliendo la Constitución al no renovar el Consejo del Poder Judicial. Un PP que ignora que todos los partidos, representados en las Cortes Generales, han aceptado la Constitución como norma útil. Y, por supuesto, que el Gobierno lo otorga la mayoría del Parlamento, en base a la suma de escaños como dictamina el Capítulo IV, artículo 99, de la Constitución ahora enarbolada como arma arrojadiza por el converso Aznar.

Y respecto del amparo constitucional de la tan traída y llevada amnistía para liberar de la cárcel al prófugo Puigdemont, en la calle nos preguntamos por qué es más terrible ese perdón que el propiciado por la amnistía financiera de marzo de 2012 decretada por Cristóbal Montoro. No defenderé al expresidente catalán, pero tan inconstitucional puede ser la presunta actual amnistía de la izquierda como lo fue aquella otra de la derecha. Y si de hablar con prófugos se trata no voy a recordar los avatares de Juan Carlos I, rey constitucional, huyendo tras el descubrimiento de sus enjuagues financieros. Las reglas del juego de la hipocresía no están escritas y en ellas caben todas las razones imaginables.

Es evidente que una gran parte de la sociedad acepta la hipocresía cuando viene de un poder en consonancia con sus intereses. Otra parte la soporta como mal menor. Y quienes estamos contra esa forma de proceder nos vemos condenados al cabreo sordo. Desde los tiempos del “váyase señor González” se ha implantado la idea de que los conservadores hacen trampa a la hora de aplicar las reglas. Existe la peligrosa conformidad de que el PP trata de manipular las normas para llevar el ascua a su sardina e intenta controlar el poder judicial como salvaguarda de sus acciones o para dificultar las de los contrarios. Esa es la imagen y en ese pantano anda embarrado Feijóo, exigiendo en Madrid lo que niega en Extremadura. O ayer aceptando las bravatas movilizadoras de Aznar y hoy reduciendo semejante llamada a un simple mitin con el que inaugurar su jefatura de la oposición, previo a su destartalada investidura.

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