Sueños de Olimpia

Golfo Pérsico: lavar el cutis con el deporte

El emir de catar, Al Thani, junto al rey de Arabia Saudí, bin Abdulaziz, durante una reunión.
photo_camera El emir de catar, Al Thani, junto al rey de Arabia Saudí, bin Abdulaziz, durante una reunión.

En los últimos años sucede una “Guerra Fría” entre dos países por la influencia en Oriente Próximo. Arabia Saudita y su aliado Emiratos Unidos, contra Catar. La novedad es el uso del deporte como ‘arma’ de propaganda.

A través de la compra de espectáculos deportivos de alto nivel, ambas partes desarrollan la táctica conocida como “sportwashing”, traducida como una limpieza de imagen internacional de sus miserias internas: regímenes autoritarios, religiosos, peligrosamente relacionados con grupos terroristas y sin libertades básicas. Eso sí, hay que precisar que Emiratos es el más abierto y Arabia Saudí, el más restrictivo en sus leyes.

La lucha cuesta miles de millones de dólares, en una carrera desenfrenada por doblar la apuesta del competidor. El repaso de las acciones de estos tres países es apabullante.

Emiratos, por medio de su primer ministro, Al Maktum, ganó la Champions con su Manchester City y el Tour con su equipo ciclista. Organiza un gran premio de Fórmula 1, además de participar en la escudería Ferrari.

Al Thani, como ministro de Catar, compró el club de fútbol francés PSG y todos los derechos de emisión de la liga. Organizó diferentes Mundiales de Atletismo, Balonmano, Natación y Fútbol. Tiene un gran premio de Moto GP y un torneo ATP de tenis.

Arabia Saudita -a través del príncipe Bin Salman- también es sede de Fórmula 1 y Moto GP. Acoge veladas de boxeo, compró el rally Dakar y la Supercopa de Fútbol española. Es el retiro de Messi, Neymar o Ronaldo. Sus últimos objetivos son el golf  y el tenis.

¿El deporte de elite se compra? Sí, sus dirigentes lo venden al mejor postor, sin importar para nada su integridad.

Rafa Nadal, la última compra de los saudíes

Rafa Nadal, el príncipe Al Said y la presidenta federativa Arij Mutagabari.
Rafa Nadal, el príncipe Al Said y la presidenta federativa Arij Mutagabari.

El mejor deportista español de todos los tiempos -a juicio personal, por supuesto- sorprendió la semana pasada, al aceptar la propuesta de “embajador del tenis de Arabia Saudí”. Una oferta millonaria a cambio de instalar una de sus academias en Diriyah. 

El manacorí fue siempre impecable en su actitud dentro y fuera de las pistas, un ejemplo de superación, un referente. Su Fundación realiza un trabajo encomiable en zonas deprimidas de Palma, Valencia y Madrid, exportando la idea a La India, un régimen nada democrático.

La “Rafa Nadal Academy” fomenta el tenis en sus sedes en Grecia, México -un narco estado- y Kuwait, quizá uno de los países más abiertos del Golfo Pérsico. El salto hacia un país tan “próspero” como autoritario es un grave e impropio error.

Nadal es, en sí mismo, un embajador del deporte y del tenis. No precisa la bendición ni el dinero saudí para sobrevivir o mantener un alto nivel de vida, como otros dirigentes federativos. Podría justificarse su academia en ese país como una mejora de las condiciones o un estímulo para las niñas deportistas, pero nunca a cambio de participar en su limpieza de imagen internacional.

Porque Arabia Saudí es una monarquía teocrática absolutista, homófoba, machista, antiliberal y represiva contra toda disidencia o discrepancia. Su príncipe heredero, Bin Salman, es el sanguinario autor del descuartizamiento de periodistas y opositores. Un criminal de guerra y promotor terrorista.

Una cosa es ser deportista y competir en un país dictatorial. Muy distinto es comerciar o respaldar a dictadores. Me duele escribirlo, pero mi admirado Nadal se equivoca.

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