Mariano III, el riquiño

Un osito. Rajoy es un osito de peluche. Terciopelo de reclinatorio catedralicio consumido. Besable como un bebé recién bañado. Tierno como un verano en primavera. Un ser incapaz de despertar odios, ni siquiera ya el fantasma de la desesperación. Que aquel Sean Thornton que fue John Wayne es un manojo de nervios al lado de lo que hoy representa Rajoy. Un hombre como un salvapantallas de Windows. A su paso deja un largo aroma de Nenuco, tila, y Transición.

Siempre venido a menos, nada propenso a crecerse, que luego hay que menguarse, Rajoy ha ido adecuando su agenda política a la medida lenta y misteriosa de su vaso bajo de whisky y su puro, y España, como quien recibe prestadas las llaves de un Aston Martin, sin preguntarse siquiera por qué. Huye de lo bronco, tampoco por un exceso de elegancia, sino porque lo suyo es vender pereza. Pero una pereza extraña, que en él brota distinta, como virtuosa. Una sangre fría que exacerba al español medio pero que, al cabo del tiempo, le convence sin darse cuenta. Es ese español medio que cuando el sábado lo vio investido presidente otra vez, en una jornada histórica, terminó por esbozar una sonrisa cómplice frente al televisor y exclamar incrédulo y condescendiente: “¡pero qué cabrón!”. Sí. Todavía recuerdo cuando lo tomábamos por tonto. Quizá porque aún no nos habían obligado a compararlo con Pedro Sánchez, que es al socialismo lo que Donald Trump a las mafias del tinte capilar.

Sus vidas políticas

Si obviamos dos, tres son las vidas políticas que ha tenido Rajoy. La primera, cuando aún arrancaba el aplauso entusiasta de las gentes, en esas calles repletas de manifestantes contra Zapatero, y aquel 11-M, nunca bien cicatrizado, para vergüenza histórica de todo el país que somos. La segunda vida, capaz de redimir su propio discurso de meses atrás, logrando exasperar hasta a su sombra, y que, de uno modo u otro, nos ha acompañado hasta la pasada semana. A medio camino entre el tono bajo y el perfil. Siempre en el silencio, entre la serena oposición y el sereno mando. Y había más, porque ahora nos llega la tercera vida: el Mariano del consenso, el gestor amable, el negociador entrañable. Si Fraga era ese político al que le cabía el Estado en la cabeza, Rajoy encarna a ese otro al que le cabe el Estado en la cerveza. Es la política del pincho, la caña, y el solete en la terraza.

Si alguna vez quieres resolver un problema al modo de Rajoy, sírvete un vino caro, siéntate en casa, fúmate un cigarrito, y sintoniza un partido de fútbol; a ser posible, un encuentro amistoso entre Etiopía y Liechtenstein, pero con fines benéficos y emitido en diferido. Todo aquello que llame a la siesta forma parte de la solución. Si las hojas caen siempre cuando llega el otoño, ya mudará el rostro de las desavenencias, piensa el presidente. Así que tu coge aire, duerme, y siéntate a la puerta de casa, que verás pronto el cadáver de tu enemigo pasar, o al menos, correrán por las calles del crepúsculo las cenizas de tu problema.

Todos se desesperan estos días intentando averiguar quién es el Mariano Rajoy que ha logrado lo que ya parecía imposible: sentarse en el trono de la presidencia en una nueva legislatura, eso sí, con el menor apoyo parlamentario desde el 78. Y es que si España necesitaba una nueva Transición -tal vez en las misma medida en que necesita otra edición de Gran Hermano-, nadie podría comandarla mejor que Rajoy, con la abstención de un PSOE en la ardua tarea de recuperar su esencia, y el apoyo de Rivera, llamado a ser un Suárez en un tiempo político anómalo y extraño, que ya es incapaz de fabricar un Calvo Sotelo como el que surcaba cada verano la ría de Ribadeo.

Ya no es el tiempo del barro político y de las intrigas en el CNI, no es el tiempo de la elocuencia parlamentaria, de la guerrilla de los telediarios de la televisiones públicas. Es el tiempo de la nada, de la ideología enmudecida. El renacer, si acaso, de la unidad de los españoles, agotados ya del eterno estigma del guerracivilismo, de esa forma cainita y rencorosa, y tan solemne, de verlo todo. Y es que al término de la batalla, cuando cesaron los cañones, la sangre quedó sepultada, la polvareda bajó, sí, Rajoy estaba ahí. Erguido e impasible. Por eso, tal vez, equivocados todos, era el hombre, es el hombre.

Sánchez perdió los papeles con Rajoy, porque insultarlo, con ese aire tierno que se le ha instalado en la nieve de la barba, es como acelerar en un paso de cebra para atropellar a una abuelita. Es un horror. Un dolor. Algo feo y que solo puede generar rechazo. Ver a Pablo Iglesias y a Albert Rivera repartiéndose sopapos resulta enriquecedor, lógico, y sano para el parlamento. Pero hoy, pegarle a Rajoy, aún de palabra, es una tropelía. Rajoy es un monarca de cera en su museo. No un Felipe joven y fornido, sino un Juan Carlos de vuelta, un señor revestido de institución, interlocutor de Europa, de las empresas, de los colectivos, pacificador, y benigno hasta la impaciencia de los suyos. Un hombre con el que se puede charlar de casi todo, cualquier domingo a la hora de los cuñados y la sobremesa. Un gozne, en fin, capaz de hacer girar a esta vieja nación, sea cual sea el lastre que lo dificulte.

Nunca lo habríamos adivinado. España, por una vez, renuncia a hacer mudanza en plena tribulación. Y así Rajoy se ha vuelto casi, casi, casi tan achuchable como un Javier Solana. Que Mariano ya no es el PP. No es lo que era. Ha nacido Mariano III, el riquiño.

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