Las calles del casco histórico revelan una colosal paradoja: son más anchas de lo que se nos muestran, dando cabida a la ejemplar singularidad que caracteriza a la ciudad: un casco histórico con una oferta hostelera insuperable
Lusco fusco
La veleidosa primavera exhibe su carácter imprevisible pero suele terminar dejándose querer: las tardes de buen tiempo se muestran poco a poco y ello supone el banderazo inicial, el silbato que hosteleros y clientes esperan con ansia.
Los principales locales, tanto clásicos como más nuevos atienden al cielo: el atardecer suele ser la señal para dar comienzo al ritual. Las mesas y las sillas toman el espacio habitual del transeúnte -en ocasiones en exceso, como nos hace notar Pilar, una vecina de la zona- y la calle se transforma. El sitio de paso es ahora distensión y entretenimiento; una nueva vida aflora.
La hostelería consigue en ocasiones ganar espacios sin vida, o incluso en total abandono. Caso paradigmático en la conocida Plaza de A Madalena, una suerte de reducto atrapado en el olvido y que la apertura del local Mata-lo-bicho, nos refire su propietario Juan Pérez, ha insuflado nuevos aires y movimiento; aunque en ocasiones demasiado, según sus vecinos. Nunca llueve a gusto de todos.
Cultura hostelera
Un aval a exhibir: experiencia y buen hacer. Los principales locales de la hostelería en el casco antiguo de Ourense entienden que los años del saber hacer son la mejor carta a exhibir ante el cliente; una propiedad que se mantiene tras las generaciones.
Paco Ovejero, al frente del tradicional Bar Orellas, lo expone con claridad: "Detrás de la barra llevo 22 años, que ya es bastante. Inicialmente era de los padres de mi mujer y lo seguimos manteniendo como una tradición, que es conocida prácticamente en el mundo entero". Un oficio que se sobrepone al paso del tiempo, y que trasciende fronteras. Evidencias sobran.
José Luis, del Bar Pérez, por ejemplo, recuerda corretear entre la barra y los clientes cuando era pequeño y su padre regentaba el local que actualmente él atiende.
Sabela Hermida es capaz de recordar casi 25 años de dedicación, repartidos entre su actual Lar da Sabela y el anterior, Adega do Manuel. Manoli del Mesón o Queixo se remonta al año 81 del pasado siglo para rememorar sus orígenes.
Otras derivas más modernas asumen a su vez el relevo: Ruben Gil ha tomado la Plaza Mayor con el exótico Tamarindo.
Precisamente Rubén Gil, desde el Tamarindo, exhibe un hacer que rompe esquemas. Frente a lo tradicionalmente asentado en el paso del tiempo, Rubén opta por el cambio y la innovación para conjurar otros derroteros ante el cliente.
Sin tratarse de polos opuestos, Juan Cruz plantea, más pragmática, centrarse en lo que necesita el cliente y saber adaptarse: "Hoy en día la tendencia es a abrir un local que no tenga una especificación clara de lo que es". Saber adaptarse a los tiempos complejos que corren y ser capaces que moverse con rapidez.
Caso singular, el Mesón O Queixo. Manoli cuenta su aventura y como casi sin querer, se acaba montando un local de historia y referencia. Más allá de lo que ha conseguido granjearse, Manoli resalta el valor de la experiencia que ha llegado a alcanzar tras tantos años: amistades que se mantienen, amistades que surgen, o bien algunas que dejan de serlo por diversas razones vitales. "La clientela fija, a veces se vuelven repugnantes. ¡O soy yo el repugnante, no lo se!" Añade en tono reflexivo y jocoso.
Manoli reflexiona con el punto clave: combinar la oferta que el casco antiguo ofrece, con una serie de productos tradicionales que son inmejorables y no precisan de mayores afeites. "Ahora hay mucha innovación, mucha degustación. Yo soy clásico, soy de los antiguos. Me gusta el caldo caldo, los callos callos, y la empanada empanada. No hay que disfrazar nada, porque el producto que tenemos aquí es tan bueno que no merece la pena disfrazarlo con salsas y con nada." En efecto, poco más hay que agregar. Buen provecho.