Opinión

Diez metros de “¡Franco, Franco, Franco!”

El pasado jueves les conté a ustedes algo relacionado con un correo-e (también llamado e-mail) que recibí de Amador Rego Villar, ya saben, de los Villar de toda la vida y la docencia ourensana, de toda esa larga estirpe de los Hermanos Villar y su Academia, de los Otero Pedrayo y los Risco, de los Blanco Amor y los Cuevillas, de los Bóveda y los Parada Justel y los Quesada, los Acisclos y los José Luis de Dios; de los Virgilios y de los Buciños y de tantos y tantos otros que no solo le han dado sentido a Ourense sino a Galicia entera; es decir, de los OTV, de los orensanos de toda la vida que más y mejor merece ser vivida; al menos para unos cuantos que tenemos tanto derecho a la vida como los socios del Casino, entre los cuales a veces también pudimos ser contados.

Me recordaba Amador muchos extremos. Desde el nombre de las empresas de transportes cuyos camiones cruzaban Ourense, camino de Madrid, cargados de pescados de las rías, hasta los pormenores de la construcción del Seminario Mayor, iniciada que fue por el obispo Blanco-Nájera, ¿el de las monjitas?, e inaugurado con posterioridad, el 22 de septiembre de 1953, por aquel obispo Temiño-Sáez del que Casares aseguraba que tenía una foto de sus padres -de los de aquel señor obispo algo trabucaire que fue en vida el monseñor- fotografía a la que el señor obispo le había pintado, en el retrato que reproducía la vera efigie de su progenitor, una pajarita en el cuello de la camisa que lucía el autor de sus días, una camisa de aquellas campesinas carentes de cuellos como los de ahora, solo con el único objeto de hacerlo más presentable y distinguido, dueño de mayor porte y elegancia. Cosas.

También me recuerda Rego Villar que monseñor Temiño le pidió a Franco que hiciese posible la expropiación de unos terrenos sobre los que edificar otra iglesia, algo a lo que los vecinos de seminario se negaron, por lo que Franco tuvo a bien responderle que “no hiciese odiosa a la Iglesia”. Monseñor era algo dado a los extremos, ciertamente. Aún recuerdo la tremolina ciudadana que se organizó cuando decidió separar la fiesta religiosa del Corpus de las fiestas profanas de su celebración; o sea, de las Fiestas del Corpus de Ourense. Era un tipo inefable, el personaje. Su pastoral indicaba que “el baile es la posición vertical de un deseo horizontal” y, debido a eso, son muchos los orensanos, yo entre ellos, que no aprendimos a bailar: al recordarlo nos entraban ganas y teníamos que dejarlo, teníamos que abandonar el baile. Ustedes disculpen la expresión. No se sabe qué hubiera sido de nosotros en caso de haber aprendido el bayón y el melecumbé, el tango y el bolero, la cumbia, la rumba y el vallenato, por no decir la lambada que, algo más tarde, lograron imponer los brasileros. Imagínenselo. Yo no quiero ni pensarlo.

La memoria de Rego es prodigiosa, quién me la diese a mi que, en no pocas ocasiones, la he confundido con la de Rego Nieto, que tampoco es manca y ahora le sirve para reeditar un homenaje al ese afilador que todo orensano lleva dentro y del que ya nadie apenas se acuerda, o esa impresión produce. Volvamos a Rego Villar.

Me recuerda la inauguración de la hoy abandonada Estación de San Francisco. Cuando a él lo bajaron, vestido de falangista, desde el campamento Monterrey, entonces todavía del Frente de Juventudes, y a mi vestido también de falangista me llevaron, desde no sé dónde, al evento presidido por el general Franco.

Es posible que yo también estuviese en Monterrey, con Xaime Quessada pintando los murales prodigiosos salidos de sus manos, no lo recuero con exactitud. También es posible que saliese de casa de mi abuela, aunque no lo creo, pero sí directamente de la delegación provincial del Frente de Juventudes, que estaba en Cardenal Quevedo, al lado del parque de San Lázaro, a un lado de la delegación de sindicatos y cercana a la iglesia de San Francisco. El delgado provincial, mi tío Daniel, estaba casado con una hermana de mi madre y acostumbraba a llevarme con él a todas partes; al fin y al cabo yo era hijo de un rojo conocido y, aquel niño de ocho años, podía servir muy bien a aquella causa en la nunca consiguieron que creyese.

Recuerdo de aquella inauguración que, cuando el Caudillo abandonaba la estación a bordo de su coche, mi tío me empujó para que fuese detrás de él gritando “¡Franco, Franco, Franco!”. No creo haber recorrido así más de diez metros. Enseguida me encontré ridículo y abandoné el cortejo con la cabeza baja.

Desde entonces soy incapaz de participar en marchas y en manifestaciones y huyo de las aglomeraciones. También soy bastante incapaz de cantar himnos. Cualesquiera himnos. Una vez, en el dominical de “El País”, allá por el ochenta y pocos, el tan llorado Feliciano Fidalgo, me hizo una entrevista en la que conté con cierto detalle como, el capellán del colegio, me había propinado un sonoro bofetón por no cantar el “Cara al sol”. A buena parte de mi familia materna no les gustó mucho la narración del episodio. El capellán era hermano de mi citado tío.

Hoy los trenes pasan sin detenerse por delante de la Estación de San Francisco. La gente se habituó a coger el tren en la Estación Empalme. Lo hizo así llevada de la convicción de que en ella se detenía durante más tiempo que en la otra, restando lugar a andarse con tantas prisas como suelen producirse una vez llegada la hora de tomar algo al abordaje. Craso error. En San Francisco daba tiempo a todo. Incluso a llevarnos a los alumnos del Calvo Sotelo a hacer instrucción premilitar los sábados, los domingos y otras fiestas de guardar. Hoy aquello resulta increíble. Sin embargo es necesario reconocer que, dentro del colegio, gozábamos de mayor libertad de expresión que en otros centros de la ciudad; de mucha mayor democracia interna que en el resto de las otras instituciones docentes, religiosas o no. Quizá fuese del contraste entre lo que se nos predicaba en el colegio y lo que fuimos constatando al salir de él, de lo que se derivó el nutrido grupo de ex colegiales de los Colegios Menores de Ourense y Lugo que participamos en la política clandestina, primero, y en la democrática y autonómica después.

En los primeros años del autogobierno de Galicia, el ochenta por ciento de sus altos cargos habían sido o curas o seminaristas. No es el que el restante veinte por ciento fuese de ex alumnos de los Colegios Menores. Pero casi. La nómina de políticos y de escritores, de periodistas y gentes con repercusión social importante, es amplia y elocuente. Quizá algún día hemos de referirnos a no pocos de los nombres que la componen. Hoy, además de porque no toca, no lo haremos y, además, no queda espacio. Será, entonces, otro día.

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