Opinión

Olguita y otras cosas

Un día de un lejano verano, día de “canícula”, los niños salimos a la calle muy temprano, tanto, que nos encontramos a las lecheras transportando la leche a las casas. Como eran días de un calor excesivo, insoportable, la leche había que hervirla inmediatamente. Y aun así, a veces se cortaba. Recuerdo que cuando esto sucedía, al día siguiente, aun a sabiendas de que la señora Serafina, la lechera, no era la culpable porque conocíamos su seriedad y honradez, mi madre se lo hacía saber. Las lecheras en aquella época procedían todas de pueblos de los alrededores de la ciudad: San Ciprián, Barbadanes, Toén, Pereiro, Villamarín, etc. y se suscitaron infinidad de comentarios acerca de la honradez y limpieza de varias de estas mujeres, que portaban la leche en unas calderetas de hoja de lata con tapadera.

El Ayuntamiento de la capital, preocupado por los numerosos bulos acerca de la higiene y manipulación del nutriente líquido, alimento especialmente de niños y mayores, prescribió una serie de medidas y controles con personal adecuado que portaba aparatos para medir su graduación, etc., y que en algunos casos fueron terror de algunas de las lecheras pues, ante la presencia de estos agentes, de alguna carrera fui testigo.

La leche que a juicio de éstos no reunía las condiciones requeridas era vertida inmediatamente por las alcantarillas y la lechera sancionada, por atentar contra la salud pública, prohibiéndole la licencia o autorización municipal para continuar vendiéndola. Me consta que alguna de las sancionadas tuvo que abandonar la profesión inmediatamente, el rumor se extendió por toda la ciudad. Se decía también que utilizaban determinados portales en sitios distintos para estas prácticas y que desde entonces fueron sometidas a una vigilancia implacable. Aquel día del que hablaba, llegó la camioneta del hielo, que conducía una mujer. Las barras de hielo procedían de una fábrica del Puente. Eran muy pesadas, y la conductora de la camioneta se subía al coche con guantes y portando un gancho de hierro que clavaba en las barras, acercándolas, y repartía luego según le iban pidiendo. Llevaba un bolso de bandolera donde llevaba el dinero y daba las vueltas. Mientras, el olor a sardinas fritas nos envolvía. La hora de comer se acercaba para los obreros. La sirena de la fundición Malingre anunciaba el fin de la jornada matinal.

Es entonces cuando ocurre algo que a mi madre le llama la atención. Mientras ganchillaba cerca de la ventana, no perdía detalle de lo que pasaba en la calle pendiente siempre de todo lo relacionado con los niños, pero le produjo especial curiosidad la voz de una de las niñas, Olguita, que a ratos se quebraba y que, al gritar, la voz que salía de su garganta experimentaba unos giros agudos y graves “gallos” que no podía controlar, produciendo un efecto extraño en el que la oía, en este caso mi madre. Esto la hace asomarse al balcón. Nada observa. ¡Claro! Sin embargo, este suceso es el comentario que se suscita en la mesa a la hora de comer con mis padres y hermanos, y que yo lo remato diciendo: “¡Olga mea de pie!”. Aquella afirmación fue acogida con risas. Uno de mis hermanos añadió: “¿Y no se moja el vestido?” Y yo le contesté: “No, porque levanta la falda y no lleva bragas”. Mi padre le puso punto final a aquella conversación-

Lo cierto es que, al poco tiempo, perdí la pista de esta niña. Pasaron años y los comentarios de personas que conocían a la familia aseguraban que la habían registrado con el nombre de Olegario, llegando incluso a cumplir el Servicio Militar. Parece que el error partió de la persona que atendió a la madre, la que por cierto falleció durante el parto. Pasados los años, durante su pubertad, la propia naturaleza mostró el cambio y puso las cosas en su sitio... nunca mejor dicho.

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