Opinión

LA BARCA DE PEDRO EN MEDIO DEL OLEAJE

Somos muchos los que nos hemos preguntado estos días cómo habrá vivido Benedicto XVI las traiciones de su entorno, esa sensación de mareo en el Vaticano, la tremenda exposición del cuerpo de la Iglesia a la feria de las vanidades en que se han convertido algunos medios de comunicación.


Sabemos hasta que punto conoce el papa las inmundicias, la ambición y el afán de poder que también hace presa en quienes formamos la Iglesia, cuya fuerza y debilidad aparecen siempre entrelazadas, de tal modo que la frágil barca da a veces la sensación de perder el equilibrio y volcar.


Un joven Ratzinger nos advertía en el lejano 1970 que 'el hombre es un abismo (¿qué decir del pobre camarero que sacaba los papeles del departamento papal?), pero la Iglesia no está solo determinada por el abismo del hombre, sino por el abismo mayor infinito del amor de Dios'.


Es cierto que para la sensibilidad de este gran testigo, de este gran padre de la Iglesia que es Benedicto XVI, el dolor de verse circundado por ciertas miserias debe ser especialmente agudo. Seguramente a esa experiencia se refería el pontífice cuando hablaba de las tormentas y de las noches oscuras de la vida en una reciente alocución a los cardenales de la Curia: 'Los acontecimientos de estos días han llevado tristeza a mi corazón, pero nunca se ha ofuscado la firme certeza de que a pesar de las debilidades del hombre, las dificultades y las pruebas, el Espíritu Santo guía a la Iglesia y el Señor ayudará siempre sosteniéndola en su camino'.


Pero fue sobre todo en la homilía de la Solemnidad de Pentecostés donde se ha mostrado el gesto de gobierno, el testimonio paterno, la palabra de la verdad que el papa quiso dar a la Iglesia y al mundo. Sin forzar el gesto, con esa mesura que casi desarma, con la luminosidad tan suya que convierte el razonamiento en una sinfonía, con los ojos, eso si, más hundidos que otras veces, confiesa: 'Asistimos a eventos cotidianos en los cuales nos parece que los hombres se hacen más agresivos y malhumorados, comprenderse parece demasiado difícil y se prefiere permanecer en el propio yo, en los propios intereses. En esta situación ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir esa unidad de la que estamos tan necesitados?'. Y Benedicto XVI concluye que cuando los hombres quieren usurpar el lugar de Dios, corren el peligro de no ser siquiera hombres, porque pierden la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y trabajar juntos. Esto puede pasar en cualquier ámbito y también, claro está, en el Vaticano. La herida de los hombres es muy profunda. Bien lo han vivido los grandes genios de la literatura de todos los tiempos, y con especial desesperación los de nuestra época.


'La unidad puede existir solamente como don del Espíritu que nos da un corazón nuevo y una lengua nueva', añade el papa. La Iglesia existe sólo por este don, que no cotiza en las bolsas ni sufre la prima de riesgo. Este don que hace sonreír a los escépticos y que incluso parece aburrir a tantos cristianos, eclesiásticos, incluso cuando proclaman a todos los vientos: no me vengas con eso, hace falta actuar, limpiar, reestructurarse, organizarse, modernizarse'.


Pero el humilde obrero de la viña del Señor insiste: 'Sólo el Espíritu nos guía hacia las alturas de Dios para que podamos vivir ya en la tierra la vida divina que está en nosotros'. Así camina Benedicto XVI en medio de la tormenta con la mirada fija en las alturas de Dios y los pies plantados en el barro de la historia. En estos días tristes y aciagos, es él la imagen viva de la verdadera Iglesia de Jesús y no ese mercado de baratijas en que algunos de dentro y de fuera) intentan convertirla.

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