Opinión

CHESTERTON EN SU 75 ANIVERSARIO

Hace poco se cumplió el 75 aniversario de la muerte de Chesterton. Ello motiva que muchas instituciones estén preparando conferencias y congresos sobre su persona y su obra. Y resulta sobremanera curioso que una época empeñada en contradecir todo aquello en que Chesterton fervorosamente creía, se esté empeñando en recordarle con gran veneración y respeto. Sucede que un escritor, dotado para la paradoja como G.K. Chesterton, no podía tener otro destino que no fuese paradójico.


En efecto, el escepticismo disolvente de nuestra época, no ha podido con el talento extraordinario de nuestro autor, con su enorme sentido común, con la buena salud de sus argumentos y el esplendor de su estilo que se derramó en todos los géneros, llenándolos de esa alegría que es antes que nada la alegría de vivir a tope, el donde la existencia, regalo de Dios.


A Chesterton le gustaba convencer discutiendo. No era, sin embargo, un vulgar polemista, era sobre todo un catequista que amaba la profundidad y la belleza de sus argumentos, pero también la dignidad de sus contrincantes, que asombrados ante el rigor paradójico de sus argumentos, no podían dejar de reír y hasta de aplaudir su graciosa y ocurrente salida. En Chesterton las peleas dialécticas resultan tan caritativas y sinceras, tan impregnadas de humana simpatía que no queda otro remedio que divertirnos grandemente con ellas, aun cuando no nos adhiramos completamente a las mismas.


Alguien ha afirmado que en Chesterton conviven la sabiduría de la vejez, la cordura de la madurez con el ardor de la juventud y la risa del niño. Y todo ello galvanizado y abrillantado por la mirada asombrada y cordial de la fe. A través de sus setenta volúmenes esplendorosos que componen una gigantesca sinfonía de divinas y humanas comedias, Chesterton se dedicó a glosar las verdades del catecismo, pero no lo hizo al modo polvoriento de tantos apologetas que se envaran cuando suben a la tarima, sino al modo malabar y gracioso de un artista circense.


Pedía Baulelarie que nos emborrachásemos de vino, virtud o poesía. Chesterton se emborrachó de las tres cosas, pero no lo hizo para espantar una pena, sino para abrazar la inmensa, multiforme, sensatísima alegría de vivir. Se pasó la vida refutando tópicos hasta descubrir que el sentido común no está en lo que todos repiten, sino en lo que nadie se atreve a formular y lo hizo desenmascarando las convicciones, divirtiéndose como un niño que destripa un reloj y luego lo recompone cambiando todas las piezas para demostrarnos que no debemos preocuparnos por medir el tiempo, pues dentro de nosotros habita la eternidad.


Los locos paradójicos que transitan por sus novelas pueden entretenerse en trasladar casa por casa el letrero de una taberna, como las piruetas de su pensamiento se entretienen con las delicias de su estilo, pero al final del camino siempre nos topamos con ese asombro franciscano calurosamente honrado del hombre, que es también la mirada de Dios del Génesis. Y así logra hacer del catecismo algo tan hermoso y ameno como los bosques encantados de los cuentos de hadas.

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