Opinión

Canto máis ben fagas, mellor

Puñetero y jodido verso, tan gastado y tan cierto. “La patria es tu infancia”. Ah, todavía el alma no era un campo devastado.

Prolongada posguerra, avanzan los años cincuenta; un niño va a lomos de un burro con los suyos hacia la aldea donde nació. Caminamos alegres, 24 de diciembre, caen copos de nieve, asoma la zorra y en la sierra presentimos la presencia cercana del lobo.

El autobús solo llegaba hasta Vilardevós. Mis padres, mi hermana y yo íbamos felices a caballo. Si nos cruzábamos con alguien te decía: “Felices Pascuas y que Dios proteja a los caminantes”. Al fin, avistábamos Arzádegos, mi Ítaca. Era como si se descorriese el velo y apareciese el paraíso. 
El alborozo de la llegada. El humo sale de las chimeneas. Las luces de carburo iluminan el comercio de mi abuelo, aquel nido de contrabandistas. En la “lareira”, el olor del cabrito que asaban al espeto. Mi abuelo, su sombrero, sus zuecos portugueses, su zamarra y su chaleco lleno de ceniza, como Machado. Ay, su sentencia favorita: “Canto máis ben fagas, mellor”.

Mi abuela, pétrea, su eterno pañuelo negro, el rosario en sus manos, musitando plegarias intermitentes. Mi tío, el maestro al que temía porque no cesaba de preguntarme: “A ver Jaimito, ¿qué es un diptongo?” Mis dos primos que estudiaban en Salamanca, cautivos de aquellas novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Mi madrina, ay, parecía tener siempre un dolor íntimo. 
Allá arriba, en lo alto del pueblo, mi tío cura, don Hilario.

El papa lo distinguió con el título de “camarero secreto”. Algún día escribiré sobre él. Murió a los cien años y, cierto, era un personaje de García Márquez. Logró construir una hemosa iglesia que hoy luce en la aldea. “Aquí no dejé que nadie muriese en aquella guerra entre hermanos”. Siempre la misma pregunta: “A ver Jaimito, ¿qué es el Cosmos?”. Después silencio. La mejor manera de explicar algo es estar callado.

24 de diciembre, avanzados los 50. Las velas jamás se apagaban en casa de Dominga: interpretaba el vuelo de las aves, todos sabíamos que hablaba con los muertos, conocía las hierbas para los males, recomponía los brazos rotos y curó a Xico, que se agitaba como el diablo al ver la cruz. 

(Termino esta punzada de nostalgia. Recuerda el verso. “Mi abuela llevaba, perenne, el rosario para hablar con Dios. Hoy, tú y yo llevamos sin interrupción en las manos el ordenador para hablar con la máquina que escupe confusión. Y mira, hermano, no te inquietes más de lo debido, / mira a tu alrededor. / El mundo sigue moviéndose / a pesar de todo”.)
 

Te puede interesar