Opinión

Vis a vis

Jodida canción aquella de los Beatles “Helter Skelter”. Habla de la caída y la decadencia: “¡Cuidado! Descontrol./ Mira qué rápido baja,/ sí, muy rápido,/ sí, muy rápido”. Cuántas veces la escuchó aquel gran cabrón. El día de la matanza, los suyos, “La Familia”, cantaron este estribillo en medio del cenagal de sangre. Era el 9 de agosto de 1969. 

Aquel día Manson y sus acólitos también mataron el sueño inocente de una generación que cantaba ingenua: “Si vas a San Francisco/ no te olvides de llevar una flor en el pelo”. Ay, Bob Dylan cantó estremecido “El sueño terminó”. Los hippies que habían descubierto Ibiza comenzaron a ser mirados con recelo y leve temor. Habitaban la isla muchos jóvenes norteamericanos que habían roto las cartillas de reclutamiento y se negaban a ir a Vietnam. 

Recuerdo cómo el poeta Víctor Campio y yo coincidíamos en la cervecería La Alemana, en la plaza de Santa Ana de Madrid. Mirábamos fascinados cómo jóvenes de ojos soñadores bajaban de sus furgonetas Volkswagen llenas de colores. En el mítico bar extendían sus mapas y hablaban muy bajo. Como rezando. Venían tristes: nada fue lo mismo después del aquelarre sangriento en el Valle de la Muerte. Víctor y yo escuchábamos asombrados cómo el final de viaje era la India, al lado del río sagrado Ganges. 
Pero hablemos de ese fulano, Manson. Sus maléficos ojos me han perseguido toda la vida. Recuerdo aquellos días del 69: un silencio aterrador cubrió los Estados Unidos de América. Como si sangrase la década más creativa y comenzasen tiempos de devastación. Cuentan sus carceleros que su frase favorita la decía en español: “Mala hierba

nunca muere”. Que eran muchas las cartas que recibía de admiradoras. Cada día, los suyos, “La Familia”, entonaban cánticos a la puerta de la prisión. Qué tristeza, millones de jóvenes lucen la camiseta con su efigie. Una postal suya vale hoy una fortuna. 

Me acuerdo ahora de Gilmore, otro despiadado asesino de su generación. El tipo fue condenado a muchos años. Cuando estaba ante el juez, le escupió: “No sea blandengue. Exijo que me maten”. Enseguida el capellán de la prisión le visitó: “Gery, reflexiona, vas a ir a los infiernos”. El convicto vomitó entre risas: “Sépalo, capellán, el infierno ya me es cosa familiar”.(En los 90, seguí el estilo de Truman Capote: en su libro “A sangre fría” narra la historia de los asesinos Dick y Perry. Como él, logré acercarme

y casi intimar con otro asesino, Luciano Expósito, aquel sujeto que conmocionó la ciudad el 7 de febrero de 1988. Está en la memoria colectiva: violó y asesinó a una adolescente arrojándola despiadado al Barbaña. 

Cierto, a veces me hablaba de Charles Manson. Como él, nunca se arrepintió. Me decía con altivez: “Mira este fajo de sobres, también a mí me envían numerosas cartas mis admiradoras. Mi peculio es abundante, de los mejores de la prisión. En mi celda cuelgan muchas prendas de marca”. Sonrió malicioso, presumió: “Rechacé muchos vis a vis”.
Un funcionario me contó: “Cuando salió en libertad lo esperaba una mujer con un coche de alta gama”. Pasaron los años. La última vez que le vi era casi un cadáver: “Me persiguen pero yo no me iré de esta ciudad”. En el 2010 apareció muerto en su mugrienta cueva de las afueras. Ay, en la pared había un torpe dibujo de Manson.)

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