Opinión

La privatización de la política y el 25M

El 25 M, con las limitaciones del caso, por ser unas elecciones que para muchas personas se ven como distantes y poco relevantes, puede ser, sin embargo, un fuerte aldabonazo para frenar el peligroso proceso de privatización de la política que se observa en no pocos países de la llamada cultura europea.

En efecto, de un tiempo a esta parte, sobre todo desde la emergencia de la profunda crisis que asola el mundo occidental de uno a otro confín, se aprecia una progresiva desafección de la ciudadanía en relación con la política. Aumenta la abstención en las competiciones electorales, el 25 alcanzó el 55 %, las encuestas de opinión reflejan la mala imagen de los partidos políticos y, por si fuera poco, la corrupción ha hecho acto de presencia con inusitada intensidad, y frecuencia, en la arena política. No hay día que no estalle en los medios de comunicación un escándalo político o empresarial.

En este contexto, se observa una diatriba o crítica amarga contra esta noble actividad, a veces sin caer en la cuenta de que no se debiera generalizar, pues hay, ciertamente no muchas, un buen puñado de personas que están en política para atender objetivamente al interés general, actuando con un fuerte compromiso en todo lo relativo a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Sin embargo, tales juicios suelen quedar relegados al ámbito de los amigos, de los familiares, o en la privacidad de muchas conversaciones y tertulias. Lamentablemente, el 15M, que nació como un magnífico ejercicio de pluralismo, ha sido tomado por grupos violentos que reducen su actividad a pura agresividad, sin propuestas o soluciones a los graves problemas económicos y sociales que trae consigo la crisis. Hoy, tras el 25 M, emerge una ciudadanía, quizás no muy numerosa, pero si comprometida que, a través de las redes sociales, reclama reformas y cambios muchos de ellos necesarios, otros sencillamente oportunistas.

Así las cosas, con la mayoría escondida en los reductos más personales e íntimos, los partidos políticos debieran proceder a una razonable reforma de su organización o funcionamiento. Con el fin, claro está, de abrirse a la sociedad, con la finalidad de dar mayor participación a la militancia en la elección de las direcciones, de los candidatos a cargos electos. Y, por supuesto, para que la militancia, que es la verdadera dueña del partido, no sus directivos, pueda expresarse sin especiales dificultades cuándo estime que la cabeza de la formación sigue derroteros distintos a los marcados por el ideario propio o los compromisos electorales. Incluso, habría que prever que los militantes reciban periódicamente, de los altos cargos del gobierno cumplida respuesta a sus preguntas, de forma y manera que la rendición de cuentas sea un hábito en la vida partidaria también.

Si los partidos no se abren a la sociedad y se ajustan a los valores y cualidades democráticas, las opiniones y criterios de la ciudadanía en relación con la cosa pública seguirán en el mundo de lo privado. La política real seguirá privatizada y el mando en poder de una minoría de privilegiados que se aprovechan, y de qué manera, de la ausencia de canales reales de participación cívica. El 25 M me parece que puede leerse desde esta clave y puede despertar a muchas personas por ahora recluidas en su privacidad para provocar una oleada imparable. Hemos visto no hace mucho como desde las redes sociales unas minorías consiguieron resultados asombroso ante la pasividad del oficialismo. Ahora no es desdeñable que eso pueda pasar, también en estos lares.

Por eso, es imprescindible aprovechar el inicio del reinado de Felipe VI para un decidido impulso reformista en todos los órdenes: del sistema político, económico y social. Para democratizar de verdad nuestra democracia fundamentalmente. Si así no se hace me temo que los de siempre ganarán la posición, tomarán la iniciativa, y veremos cosas que pensábamos superadas como consecuencia de una ola manejada con habilidad y activismo desde las nuevas tecnologías. Ojo al parche.

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