Opinión

La Constitución como punto de encuentro

Un año más me asomo a las páginas de este diario para unir mi voz a la de muchos españoles y españolas que el 6 de diciembre celebramos el día de la Constitución. Un texto del que debemos sentirnos especialmente orgullosos, no sólo porque fue el punto de partida de la actual democracia española, sino también porque fue el resultado integrador de una consenso muy difícil de alcanzar en aquel momento histórico. La Constitución es, desde aquel lejano 1978, el principal fundamento normativo para la creación de un espacio de paz, libertad, pluralismo y solidaridad que nos has permitido convivir unidos y afrontar el futuro con serenidad y esperanza. El análisis del texto constitucional no puede ni debe realizarse prescindiendo o, lo que es más grave, falseando la realidad histórica de la España contemporánea, ni de las execrables consecuencias de un pasado marcado por la intolerancia, la división y el enfrentamiento, que ha dejado una profunda huella en la vida de varias generaciones de compatriotas nuestros. 1978 fue un punto y final, por eso creo que la inmensa mayoría de españoles y españolas nos sentimos orgullosos del camino recorrido desde entonces. Nada de eso hubiese sido posible si entonces no hubiésemos sido capaces de superar los lastres del pasado, aparcar las diferencias y acordar entre todos y todas nuestro pacto constitucional. La Constitución nos ha aportado en estos treinta y siete años el marco esencial de seguridad jurídica y garantías democráticas, imprescindibles para nuestro bienestar personal y nuestro progreso social.

Desde hace algún tiempo se suceden propuestas para mantener, reformar o incluso cambiar, al estilo de borrón y cuenta nueva, el texto constitucional. Con independencia de la justificación de estas iniciativas, lo cierto es que durante su vigencia ha garantizado la paz, la convivencia y el progreso, lo que nunca supieron apreciar sus viejos detractores y quizás hayan olvidado los nuevos. A unos y otros hay que recordarles que la Constitución no es una antigualla del pasado, no es un Código petrificado ni, por supuesto, una obra concluida. Muy al contrario, se trata de una pacto “vivo”, al servicio de una sociedad “viva”. La Constitución ha sido, es, y espero que siga siendo, nuestro principal punto de encuentro. En sus líneas esenciales, el texto de 1978 nos sigue aportando las referencias y los medios necesarios para dar respuesta eficaz a los problemas y necesidades que hoy se nos plantean. No estoy defendiendo con esto una visión totémica, intocable de la misma; muy al contrario, la Constitución puede y debe ser modificada si no queremos convertirla en un texto semántico, en un simple papel mojado. La justificación de la reforma no puede ser distinta a la que en su momento respaldó su redacción. Sacralizar el proceso constituyente, llegando incluso a tildar de “deslealtad a la Transición” o de “irresponsable” a quien plantee seriamente un cambio, es lisa y llanamente insostenible.

El sentimiento creciente en un amplio sector de la ciudadanía es el de la desafección a una Norma cada vez más envejecida, así como el malestar frente a lo que se ha calificado de “fatiga de materiales” de la democracia. El temor reverencial a su reforma, quizá interpretando que eso supone un reconocimiento del fracaso de sus prescripciones, ha tenido, qué duda cabe, efectos perniciosos sobre la propia Constitución, sobre su normatividad y sobre su capacidad integradora ante los numerosos cambios sociales. Así, hemos pasado a hablar de una “Constitución irreformada” a una “Constitución irreformable”, cuya rigidez ha hecho desaconsejable cualquier iniciativa sustantiva de modificación. En términos operativos, casi cuatro décadas después del período constituyente, la lectura explicativa del texto constitucional es muy distinta a la que entonces se produjo.

Es por ello que ha podido hablarse, en expresión de Cruz Villalón, de normas “atemporales”, “obsoletas”, “superadas”, “virtuales”, entre otras, para explicar el desfase entre lo que se esperaba de la Constitución en los albores del nuevo ordenamiento democrático de la Transición y lo que luego en la práctica ha acabado sucediendo. Por su propia naturaleza normativa, la Constitución es, en todo o en parte, modificable según las disposiciones que su propio articulado contiene. Para que una Constitución funcione conviene introducir en ella reformas periódicas que mejoren su eficacia, que incorpore nuevas tendencias, en fin, que se adapte a las necesidades. Hay que acercar la Constitución a las “generaciones vivas”, en especial a los jóvenes, hay ya millones, que no sólo no pudieron refrendarla sino que ni siquiera habían nacido en 1978. La reforma, algo habitual en países de nuestro entorno, por sí misma no produce efectos taumatúrgicos, pero puede servir para revitalizar los principios básicos del sistema.

En un país que en poco más de medio siglo tuvo casi una decena de Constituciones, poder celebrar el aniversario de la actual es un hecho extraordinario en sí mismo. La de 1978 es una Constitución que nació con el firme propósito de ser de todos y todas y para todos y todas. Este aniversario que, lógicamente se puede enfocar de muy diversas formas, ha de servir para recordar el significado de la Constitución como símbolo de la restauración democrática, como pacto fundamental para la convivencia y como texto básico a partir del cual se estructuró el Estado Social y Democrático de Derecho.

Hoy es un día adecuado para hacer balance de su contenido, de su desarrollo y, cómo no, también de sus defectos, carencias y lagunas susceptibles de mejora, evitando lo que Rubio Llorente denominaba el “inmovilismo reverencial”, pues la Constitución ha de ser un instrumento vivo y adaptado a la evolución y transformación de los tiempos. De un modo u otro, por encima de divergencias o dificultades, merece la pena seguir trabajando día a día, codo a codo, por nuestro Texto Fundamental, merece la pena seguir defendiendo sus principios y valores, merece la pena salvaguardar su espíritu de concordia: el que debe animarnos a dialogar para superar los conflictos; a preferir el acuerdo a la confrontación; a impulsar reformas en vez de fracturas.

Te puede interesar