Opinión

Renuncias

Las renuncias, cuando son voluntarias, engrandecen. Cosa distinta son las que se producen un minuto antes de que se pida, o las renuncias provocadas por actitudes que obligan a los superiores a pedirlas. Ana Mato, ex ministra de Sanidad y hasta hace nada una de las personas de mayor trayectoria en el PP, ha decidido que abandona la política y no vuelve a presentar su candidatura al Congreso de los Diputados, donde ha tenido escaño durante suficientes años como para ser considerada una veterana de la vida parlamentaria. Que sepamos, nadie le había dicho a Mato que querían rescindir de ella, aunque quizá podía sospechar que no formaba parte del grupo de favoritos de Rajoy y Cospedal para seguir formando parte del grupo parlamentario. Existen motivos sobrados para no serlo, y lo sabe.


Rajoy ha retrasado la confección de las listas proque se cruzó el independentismo en su camino y estableció prioridades. Una vez celebradas las entrevistas con dirigentes de la oposición –apenas quedan un par de ellas- piensa ponerse a la tarea. Algunos se la han facilitado, como Martínez Pujalte, que anunció hace semanas que dejaba atrás su vida política, o como acaba de hacer Ana Mato. Otros están en vilo, al borde del ataque de nervios, la espera de que la dirección decida sobre su destino. 


Entre estos últimos, algunos merecen continuar porque cuentan con talento y experiencia suficiente como para seguir trabajando para el partido. Sin embargo hay otros que no andan como alma en pena porque están seguros de continuar, aunque deberían dar un paso atrás porque se encuentran absolutamente abrasados y demostrarían lealtad al PP pidiendo el relevo. Por ejemplo, algunos ministros que creen que por mantener estrecha relación personal son inamovibles. Aportan menos que más, pero se han dado con frecuencia situaciones similares en todos los partidos y en todas las circunstancias, donde priman los lazos con el que manda por encima de otras circunstancias. Por encima de los méritos.


Estos ejemplos, numerosos y desesperantes, y que sufrimos los españoles desde los inicios de la democracia, a derecha y a izquierda, cambiaria con las oportunas reformas de la ley electoral. O al menos con una muy sencilla: simplemente que las listas fueran desbloqueadas. Que los votantes tuvieran la posibilidad de elegir a los que consideran mejores, no a los que las direcciones nacionales han colocado en los primeros lugares para garantizarles el escaño. Entonces sí tendríamos un Parlamento en el que se sentarían los que cuentan con el mayor respaldo ciudadano, y ya se encargarían esos diputados de trabajar en favor de su circunscripción.


Las semanas previas a las elecciones se definen por la ola de incertidumbre que sufre la clase política en general y los diputados y senadores en particular. Los serviles suelen estar más tranquilos que los que cuentan con cabezas bien organizadas y agallas para pelear con firmeza por los principios de su partido. Es profundamente injusto.

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