Opinión

La fonda del murciélago

El calor era sofocante. Por supuesto que aquella pequeña fonda no contaba con aire acondicionado. Aquel político abría las dos ventanas de la habitación, pero lejos de refrescarse el ambiente, penetraba una miasma insoportable y un bochorno que producía aquel ahogo. No podía ni leer, ni chafardear su móvil para distraerse, ni pensar. Entonces las cerraba de golpe.

Creía que llegada la noche se aliviaría aquella situación termométrica, pero sólo se suavizaba levemente cuando una brisa insípida meneaba ligeramente las tabletas de las persianas venecianas.

El sudor le empapaba el cabello y le bajaba asqueroso por el cuello. Se quitó la chaqueta del pijama de rayas y la tiró de mala manera sobre la colcha de color salmón. Aquella camiseta de tiras sería suficiente para simular una vestimenta adecuada de cara a los otros clientes. Oyó pasos en el pasillo y a través de la rendija de su puerta descubrió al primero de ellos. Era un hombrecito que caminaba renqueante arrastrando su pierna izquierda. 

-La pierna puede ser de madera -supuso- y lo siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de una cortina ya ajada que cerraba el final del corredor.

No tardó en tirar de la cadena del servicio común aquella mujerona de la habitación contigua. Le pareció vulgar. Al menos los bigudíes le daban ese aspecto. Aquella imperfección de la puerta le estaba permitiendo examinar, más bien fisgar, aquel cuchitril por el que pagó 47 euros al viejo de la recepción, aquel que tenía tanta caspa sobre los hombros que estuvo a punto de cancelar la habitación que pretendía contratar.

Con el agua de la pequeña vasija rellenó hasta donde pudo aquel palanganero. Se dio cuenta en ese instante de que ya no era habitual en los hoteles u hotelitos mantener aquel artilugio que sería, todo lo más, de los años cincuenta del pasado siglo. 

-¡Es imposible! Gritó con estupor y se quedó paralizado al observar cómo una rana verdosa y con manchas rojizas se puso tan campechana a bracear en la palangana blanca del palanganero. Aquel batracio había salido por la boca de aquel jarrón de porcelana, tan campante, con su piel lisa y con glándulas mucosas. Dio un brinco y cogió, con ánimo de defenderse, aquel búcaro de las flores secas.

Era una tontería tal prevención porque la rana era, cómo no, sumamente pacífica y le miraba con aquellos ojazos saltones y amigables. Se miraron largo tiempo. No sabemos lo que pensó ella, pero pestañeó una sola vez; aquella en la que cazó un insecto con aspecto de pelusa y se lo tragó de un golpe. Él vio que aquella situación era tan tonta, tan tonta, que se dijo a sí mismo que eso sólo podía ocurrirle a él, al más aplatanado de los seres humanos.

No pensaba contar aquello a nadie y lo guardó en secreto hasta que un día llamó a mi puerta y me lo contó: es ridículo, dijo, que alguien monte un hotel con rana y lo venda en su rótulo como “La fonda del Murciélago”.

No sé si refrescó un poco el tiempo, pero tanto calor es peligroso porque puede derretir la sesera, vamos… el cerebelo, de los políticos en campaña. Esos que intentarán convencernos de que los problemas no lo son sino simpáticas ranas o minúsculas musarañas.

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