Opinión

Fiestas ilegales

Parecen asombrar las noticias sobre los recurrentes botellones multitudinarios donde lo que se bebe es, más que el garrafón habitual a sorbos, la variante Delta a grandes tragos, así como esas otras concentraciones, más pijas, en sospechosas villas que ofertan barra libre de cocaína rosa. Se trata de un asombro impostado, hipócrita, pues nadie ignora que desde que empezó el maldito virus a rular por el mundo, una parte de la sociedad está lastimando y matando a la otra. Esa parte para la que llevar cubiertas la nariz y la boca con un papel parece ser un tormento insufrible y que se ve que necesita el “ocio nocturno” más que la vida, particularmente la de sus semejantes, no nos deja, tras año y medio luchando a brazo partido con la pandemia, alcanzar el momento de hacer una fiesta de verdad, de celebrar algo. Todas las fiestas son hoy ilegales. Las legales, un poco; las ilegales, absolutamente. ¿Es que esa porción de jóvenes y no tan jóvenes que las demandan no saben pasarse un tiempo sin ponerse tibios de alcohol y estupefacientes como si no hubiera un mañana? Si por ellos fuera, en efecto, no habría un mañana. ¿Y qué harían en una guerra como la que, sin ir más lejos, padecieron nuestros más próximos antepasados? ¿Tirarían piedras y botellas a los aviones enemigos de bombardeo para que les dejaran disfrutar de su estúpido y beodo ocio nocturno? ¿Se irían de marcha entre los escombros en vez de guarecerse en los refugios? Diríase que no saben, o que la cabeza no les da para saber, que esto es una guerra, y que los parques y las villas donde hozan son campos minados rodeados de escombros.

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