Opinión

El ágora de Tahrir

Entre los griegos, el ágora clásica era la plaza pública, lugar de encuentro, centro de la vida de la ciudad desde el punto de vista administrativo, comercial y religioso. Entre los egipcios actuales de El Cairo es la inmensa plaza Tahrir la que cumple esa función, guiando los cambios en manifestaciones de masa continuas desde hace un año tras el derrocamiento del “rais” Hosni Mubarak. La plaza Midan Tahrir o plaza de la Liberación fue el centro neurálgico de la revolución, término este último un tanto exagerado.

Hace unos días, después de las elecciones presidenciales, en esta ágora o plaza de Tahrir, ahora mismo totalmente musulmana, cientos de egipcios se concentraron, rezaron y se arrodillaron mirando a la Meca, en un espectáculo impactante a ojos occidentales que pudimos seguir por televisión. Allí se reunieron, enfervorizados, los partidarios del nuevo presidente elegido por primera vez libremente en toda la historia egipcia y por un 51% del voto, el moderado Mohamed Morsi, candidato de los Hermanos Musulmanes, que además también por primera vez no ha salido del Ejército. Dos circunstancias novedosas, la democrática y la civil, en el milenario país de los faraones.

La esperanza de revancha acumulada en décadas dio rienda suelta a declaraciones grandilocuentes muy propias de los mensajes simples que dirigen los Hermanos Musulmanes a las masas, entre los cuales destaca el eslogan: instauraremos una “nueva civilización”, que suena como un brindis al Sol. En realidad no tan nueva porque quieren aplicar los preceptos religiosos del Corán, lo que les podría retrotraer a la Edad Media si lo hacen a rajatabla. Los atisbos laicos de los primeros días de la revolución han pasado a la historia.

La ponderación presidió el primer discurso del nuevo “rais”. “Seré el presidente de todos los egipcios”, dijo quizá en alusión al diez por cien de cristianos del país. Y derrochó buenas intenciones y buenos deseos con promesas de que la revolución seguirá adelante y de que nadie será discriminado.

El Ejército y el Islam fueron los dos poderes rivales enfrentados en estos cruciales comicios, perdió el ex primer ministro de Mubarak, el general Ahmed Shafiq y ganó el miembro de los Hermanos Musulmanes Mohamed Morsi. Este último es un ingeniero industrial de 60 años, presidente del partido “Justicia y Libertad” de la Hermandad Musulmana, de grandes  dotes negociadoras pero sin carisma especial según las crónicas, pasó gran parte de su vida en EEUU y allí se licenció en la universidad del Sur de California.

Los desbordamientos populares de estos primeros días resaltan aún más la personalidad cauta y discreta del nuevo presidente electo, bien  mirado por Barack Obama, sobre todo en un año electoral como el actual en el que no quiere problemas sobrevenidos. No hay que olvidar además la situación estratégica de Egipto, que  controla el canal de Suez, la importante vía naval que une  al Mediterráneo con el mar Rojo por el que pasa un intenso tráfico comercial y también que Estados Unidos es, para el país del norte d África, un inestimable proveedor de fondos y créditos. Si a esto le unimos el interés de Israel por mantener en paz a la región, tendremos la solución del hieroglifo, término de escritura ideográfica de raíces egipcias muy apropiado  para el caso.

Hierogligo, jeroglifo o petroglifo, disquisiciones semánticas aparte, Egipto es la nación más populosa del Próximo Oriente, la más destacada de la Primavera Árabe, la más desarrollada económicamente y rica del norte de África, de gran peso político y demográfico: indiscutible. Hay que prestar atención a lo que pase en ella, será determinante tanto para el conjunto de la zona como para la paz mundial.

Todo es clave en la enmarañada transición egipcia. Pero lo más clave, si se me permite la redundancia,  es  el Ejército, que dirige el omnipotente general Sami Enan. La Junta Militar que éste encabeza, controla el país desde hace decenios, posee una vasta red económica que escapa a las leyes y ha publicado estos días una retahíla de decretos para consolidar su influencia. Ahora bien, este mismo Ejército se ha comprometido a ceder el poder a los civiles antes del uno de julio de este año y abandonaría la primera línea de la escena política manteniéndose en un segundo plano vigilante, en opinión de los enviados especiales de la prensa occidental.

Las piezas en el tablero de ajedrez de la partida que está teniendo lugar en la República Árabe de Egipto son las siguientes:

La primera y principal: Estados Unidos, que subvenciona  al Ejército egipcio con 1.300 millones de dólares anuales, lo que le otorga una  influencia incuestionable sobre esta nación de más de un millón de km cuadrados  (¡) y 84 millones de habitantes que baña el Nilo, el río más largo de África. De hecho, Washington forzó la salida de Hosni Mubarak- 30 años ya era suficiente- y sólo restableció la relación bilateral cuando este último fue derrocado.  Obama quiere una transición egipcia tranquila que no perjudique a su reelección a cuatro meses del voto y se mostró resueltamente dispuesto a desarrollar las mejores relaciones con  el nuevo y flamante presidente egipcio.

La segunda pieza: Israel, para el que es vital mantener el tratado de paz con El Cairo, que no desea otra cosa que la estabilidad del área, nadie quiere un cambio de equilibrios en la potencialmente inestable región.

Los Hermanos Musulmanes menos que nadie porque se hallan en la mejor etapa de consolidación de posiciones en Egipto desde su creación como partido en el lejano 1928 y les conviene la paz para asentar su poder, como creen los observadores internacionales.

Islamismo y tolerancia, como el agua y el aceite, son dos términos difíciles de conciliar. Puede que Mohamed Morsi lo consiga. Sería un acontecimiento histórico, digno de ser señalado con una piedra blanca.

Dicho todo esto, el insoslayable y verdadero problema del país es la extrema pobreza de la población que vive en un 40%  con sólo 2 dólares al día según los informes sobre Desarrollo Humano de la ONU. La batalla contra la indigencia y el hambre con su cohorte de males derivados que Mubarak no supo atajar debería ser prioritaria para el recientemente elegido presidente, que no tiene tiempo que perder.

Podríamos decir de manera irónica y  algo zumbona que el enigma del futuro de Egipto es tan incierto que ni siquiera la legendaria Esfinge sabe la respuesta.

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