Opinión

Parodia palaciega

Hacía mucho tiempo que no se reunía en palacio toda la familia; entre los compromisos de unos, las recepciones de otros y las galas benéficas de las de más allá, y eso cuando no había viajes públicos o privados de por medio, no había manera de que coincidieran todos los miembros alrededor de la mesa, aparentando, siquiera fuese durante esos instantes, ser una familia normal. Por eso a todos extrañó la orden tajante del jefe de ese mismo día, cuando requirió de todos que cancelasen todo acto que tuviesen programado para poder venir a cenar a casa. No tuvieron más remedio que obedecer. Y ahí estaban padres, hijos y nietos compartiendo mantel, saboreando un exquisito estofado de perdices cazadas por la mañana en los cuetos que rodeaban las extensiones de palacio.

Todos se miraban pero nadie osaba decir nada antes de que lo hiciese el jefe, de tanto misterio que rodeaba aquella cena. El patriarca al fin habló: “Me llena de orgullo y satisfacción...¡ay, esto ahora no!, ¿qué era?, ¡Ah, sí!, ¡Familia, mañana presento mi dimisión! No hay vuelta atrás”. “¡Ya era hora!”, se oyó por lo bajines, justo un instante antes de que Felipe le echara una mirada furibunda a su esposa por ese ataque de espontaneidad maleducada y de tan poco tacto. “Lo siento, amor”, musitó ella con la cabeza gacha y los pómulos marcados y enrojecidos. Y sin embargo sus piececitos debajo de la mesa taconeaban nerviosos de pura excitación, que ya se veía coronada como reina del pueblo. “Papá, ¿estás seguro de ello?”, le preguntó su hijo con ojos vidriosos y la voz ligeramente quebrada por la emoción, consciente en ese instante de lo que se le venía encima, nunca mejor dicho. “Totalmente, hijo; ya me venía rondando esta idea la cabeza desde hace bastante tiempo: que si lo de los safaris para cazar elefantes, que si lo de mi salud delicada, o lo de mi patrimonio multimillonario, que si lo de mis aventurillas.... – miró de reojo a su esposa, que no obstante permanecía solemne, impasible, en su eterno papel de esposa fiel, como si aquellas veladas referencias a los deslices de su marido no fuesen con ella, o su dignidad volase por encima de ellas -, en fin, todas esas habladurías han ido echando por tierra el prestigio de esta santa institución, ¡la monarquía! Por eso debo abdicar”. “Papá, todo eso son habladurías y chismes, siempre los hubo, no tienes que darle tanta importancia, y...” “Bueno, a lo mejor tu padre ya está cansado y es lógico que te quiera dejar paso, ¿no?”, interpeló de nuevo Leti, a lo que su marido soltó el puyazo: “¿Otra vez tú? ¿Qué pasa? ¡Te quejarás de la vida que llevas de princesa! A lo que iba, papá, siempre hay unos cuantos que quieren cargarse la monarquía. ¡Bah!, nostálgicos de la tricolor. A esos ni caso, lo que tienes que pensar es que la gente seria te quiere y...” “¿Estás seguro de ello, hijo? ¡Pero si hasta me ha pedido que dimita el trío calaveras!” “¿El trío calaveras? ¡Ay Dios, papá, que va a ser verdad que ya chocheas! ¿De qué hablas?” “Que sí, que yo sé muy bien lo que me digo; han estado azuzando por la espalda el socialista de pacotilla amigo de Slim, el bigotes que habla en gringo y el iluminado de los brotes verdes. ¡Panda de traidores! En fin, mañana lo voy a hacer público. Ya lo he hablado con Rajoy y Rubalcaba. Te serán fieles hasta la sepultura, ellos sí que son hombres de Estado, así que me voy tranquilo. Lo dejo todo atado y bien atado”.

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