ARTE ET ALIA

Envuelta en cotidiana clausura

Vista aérea del real monasterio.
photo_camera Vista aérea del real monasterio de Allariz.

En los tiempos de confinamiento que nos ha tocado vivir a la mayoría de la población civil desde mediados del mes de marzo, en pisos tan inadecuados para ello, tenemos en nuestro entorno comunidades religiosas que viven cotidianamente encerradas en espacios dispuestos a este fin. Una de las más antiguas, entre las femeninas, es la del real monasterio de santa Clara de Allariz, prestigio para Ourense y gloria para Galicia, en palabras de fr. Gaspar Calvo Moralejo, Ordo Franciscanum Minorum, en el pregón del séptimo centenario de su fundación en 1982, ante las clarisas, la orden franciscana segunda. En los años siguientes tuvimos ocasión de conocer a la venerable y emérita madre abadesa sor Mª Inés del Dulce Nombre, raíz profunda de la comunidad, y a sor Mª Inmaculada de Jesús Sacramentado, ya al frente. En el locutorio, con sus rejas dobles, y a través de los tornos, nos relacionamos con parte de la comunidad, caso de la Madre Amparo, y otras, mientras investigábamos la historia y el arte en los pasados siglos del Renacimiento y Barroco para el libro que vería la luz en 1990. Esta aproximación a su mundo, y el conocimiento de su vida, a la luz de los ojos de los PP. Barriuso, tan anciano ya, Calvo Moralejo y García Oro, en este tiempo, fue esclarecedora. 

ESPACIO DE LUZ Y FE 

Se asienta “nos suburbios da vila” señorial de Allariz, en su parte alta, al este del campo da Barreira. Su gran fachada, perpendicular al acceso en ascenso, se halla alterada únicamente por el porche del balcón abacial, y dos contrafuertes a la altura de los coros y la torre de la iglesia. La portada, tan dieciochesca y compostelana de ella, realizada en la inspiración del gran Simón Rodríguez, nos invita a pasar al interior. Este lo centra un gran retablo rococó de 1788, con Santa Clara, la Inmaculada y santos franciscanos. El otro espacio visitable es su maravilloso el museo donde descuellan, extraordinarias, las piezas otrora de culto, de la “Virgen abrideira’, de marfil, y la Cruz de cristal de roca y plata con pie de esmaltes. 

En el interior conventual la vida de la comunidad de monjas franciscanas, con las cultivadas huertas cercadas de alta tapia, se desarrolla al ritmo de las horas canónicas y los cotidianos trabajos comunes en las oficinas y talleres bañados por la luz del inmenso patio de cincuenta metros de lado, dimensiones que lo convierten en el mayor del Reino. Realizado en su mayoría tras los incendios de 1757 y 1787, tras los que, la casa fundada en 1282, e instalada años después con la abadesa Sancha Eanes al frente, resurge cual Ave Fénix. Sus alas se hacen en dos fases separadas entre sí cuatro décadas. Las monjas, en su mayoría nobles, vivían en dúplex y tenían criadas particulares, mas de acorde con sus privilegios laicos que los de la orden, no existiendo hasta fines de siglo refectorio ni cocina común. Mas en nuestro tiempo, ya sin rentas de los cotos, su vida comunitaria de clausura, consagrada de fe sigue alumbrando.

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