Leonard Cohen, con nombre de mujer

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Las mujeres siempre han sido un motor para Leonard Cohen. El pasado verano se despedía de una de sus primeras “musas”, Marianne Inhlen, a quien había conocido a principios de los 60

“¿Qué hay, tío? ¿Has venido a la ciudad a leer poesía a las viejas?”, le espeta a Leonard Cohen Janis Joplin. Invierno del 67 en el Chelsea Hotel, lugar de peregrinación de la contracultura norteamericana. No era la primera vez que el canadiense se dejaba caer por la ciudad de los rascacielos, la primera había sido en el curso 1956-1957, recién licenciado en literatura y con su primer poemario “Let us compare mythologies” (1956) debajo del brazo, guiado tal vez por la ciudad que tres décadas antes le había servido de inspiración a Lorca, de quien se había quedado prendado cuando a la edad de quince años uno de sus poemarios había caído en sus manos. Por aquellas paredes del Village neoyorquino brillaban entonces los apóstoles Keruac y Burroughs, que recitaban sobre fondos de música de jazz y así el canadiense tomaba buena nota. De Allen Ginsberg, “Una especie de genio que había tejido como una reluciente araña el gran cuento de América”, se haría buen amigo.

Cohen no había venido a recitar poemas a viejas como le espetó con ironía Janis Joplin, pero sí que traía con él cinco poemarios y dos novelas de corte autobiográfico. Había viajado ya por Europa y Cuba y quería llevar su experiencia de recitar poemas sobre fondo musical a su propio terreno en forma de canciones. “Hasta las patatas fritas se comían con LSD”. En el Chelsea Hotel, las paredes inspiraban tanto como imponían. Por allí habían pasado desde Mark Twain, Tom Wolfe, Arthur Miller. En el Chelsea hotel recalaba Joan Baez, Jimmy Hendrix y hasta su admirado y querido Allen Gingsberg. Con Janis Joplin tendría un affaire sonado, revelado en Chelsea Hotel #2 (1974), amor apresurado vivido entre una cama desecha y una malograda felación. “Te recuerdo bien en el Chelsea Hotel/invierno del 67/mis amigos de aquel año se volvían todos maricones/ y yo sólo me estaba desquitando”.

Días después, en la misma calle 23, Janis le inquiriría aquello de leer poesía a las viejas.

Janis no era la única mujer, ni la primera, ni sería capaz de ordenarla en un almanaque casi infinito. Ni siquiera la primera del Chelsea, sí la más indiscreta por su parte y musicalizada. Por allí andaba Nico, ídolo de Andy Warhol, de belleza arrebatadora, por la que todos suspiraban, Leonard no era excepción.

Mujeres

Las mujeres siempre han sido un motor para Leonard Cohen. El pasado verano se despedía de una de sus primeras “musas”, Marianne Inhlen, a quien había conocido a principios de los 60 en la isla griega de Hisla, en el mar Egeo, cuando la bohemia andante se refugiaba allí para invocar la vida creativa y él para huir de la frialdad del invierno canadiense. A Marianne su esposo, el escritor noruego Axel Jensen, le había dejado y ella no encontraría desconsuelo hasta que dio con el samaritano de Leonard que nunca ha renunciado a los brazos de una mujer. Aunque aquella relación no llegaría a buen puerto sí nos ha dejado una buena canción, “So long, Marianne”, y una bella historia con epílogo, más hoy, cuando ya conocemos todos el desenlace de ambos. “Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos, pienso que te seguiré muy pronto”, le decía Cohen en una misiva que se haría pública. Ella moriría a los pocos días, consumida por una leucemia.

“Después de varios minutos en silencio, hablábamos. Sobre la vida, sobre poesía…” Recién llegado de Hidra, Leonard se encuentra con una mujer, inspiradora de una de sus más afamadas canciones, Suzanne Verdal, a quien había conocido ya a principios de los 60. En el verano de 1965, se había separado de su amigo el escultor Armand Vaillancourt, y vivía junto a su hija frente al río St Lawrence. Aquellas tardes sumidas en un ritual de vela y té, por la que Leonard suspiraba, “casi podíamos oírnos el uno pensar al otro”, decía. Una unión espiritual, o quizás por eso, que el verbo se hizo carne en una hermosa canción. “Ella me invitaba a su casa, donde siempre me servía té con trocitos de naranja”.

A Judy Collins, una belleza folkie de ojos trasparentes con quien Leonard se había cruzado ya en varias ocasiones le regaló la canción Suzanne, que incluiría en su álbum de 1966, “In my life”. Puesto en conocimiento de Albert Grossman, apoderado de Bob Dylan y otros, éste le comenta la idea de sacar un disco con sus propias canciones. “The songs of Leonard Cohen” (1967). Aquel mismo año actuaría en Newport, después de Joan Baez y Joni Mitchell, ante 20.000 personas. En aquel momento sus aspiraciones pasaban por “hacer un disco, ganar algún dinero y volver a escribir, ser escritor sin tener que ir a enseñar a la universidad”. Así fue, dejó el Chelsea y se fue a un apartamento de la calle Clinton.

Con la canadiense Joni Mitchell también antes y después reinaría cupido. Mientras, estaría Suzanne Elrod, la madre de sus hijos. En los años ochenta, Dominique Issermann, una fotógrafa francesa que fue su amante. En “Waiting for the miracle”, poco antes de su entrada en un monasterio budista, desvela su compromiso con Rebecca de Mornay, después en “The mist of pornography”, aclara en un poema acalorado el porqué su matrimonio no fructificó. Entre las últimas, Anjani Thomas, cantante y compositora de Hawaii, y una de sus vocalistas preferidas.

Pero no todas las mujeres/amantes de este mujeriego empedernido lo llevaron al cielo, con una casi alcanza el infierno, Kelley Lynch, su representante, quien llegó a tener orden de alejamiento y fue condenada por acoso y hostigamiento a 18 meses de cárcel. Ella además fue una de las causantes, tras su enclaustramiento en un cenobio budista, de su vuelta a los escenarios, 5 años después de estar alejado de éstos, le había robado 5 millones de dólares. Por la estafa, habían tenido 17 de relación profesional y sentimental, fue condenada a 5 años de cárcel. Todo aquello había sido un verdadero infierno para el artista, sumado a sus aficiones a las drogas y al vino, fueron la causa de su retiro.

Disco premonitorio

La música de Cohen ha sido siempre como un susurro, un atardecer melancólico sin fin, capaz de devolvernos a un imaginario lleno de ensoñaciones. Hace menos de un mes todo hacía presagiar el final, él como siempre decía la verdad. “You want it darker”, sonaba crudo, íntimo y a despedida, se decía ya “fuera de juego y roto”, a la espera de un nuevo destino ya asumido. Estaba planeando su propio final, un testamento lleno de belleza, de aquel a quien siempre vimos pasear con su elegancia trajeada y su flamante sombrero. Una voz rota, susurrante con una copa de vino y la mirada de soslayo hacia cualquier mujer, a todas quiso, aunque algunas le resultaran bien peligrosas.

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