DEAMBULANDO

Entre Panxón y Baiona

Así estaba la playa de Baiona con el castillo del conde de Gondomar como fondo.
photo_camera Así estaba la playa de Baiona con el castillo del conde de Gondomar como fondo.

Un paseo de ida y vuelta Panxón-Sabarís-Baiona en un soleado día cualquiera de este estrenado julio no deja de reconfortar por una placidez solamente perturbada por el rumor cercano, algunas veces, lejano, otras, de tanto rodante automóvil. Pues este soleado día de morigeradas temperaturas, que siempre el mar atempera los estivales rigores, la emprendí de tan buena compañía que además suministros de boca para el paseo traía; así que comenzando en ese ahora Panxón, que aún la pijería forastera y muchos castellano hablantes llaman Panjón; me sorprendo que ese día cualquiera, la playa si no abarrotada si más que mediada. Luego se lo explica uno al contemplar lo andropizado de un paisaje que aún se recuerda en aquellos sesenta del pasado siglo cuando algunos centenares de bañistas pululaban más que paseaban por los arenales de esta playa América, la decíamos, cuando más hermoso y apropiado sería el de Playa de Lourido. Pero ya se sabe lo que vende lo exótico. Menos mal que el montículo, península cercana, conserva el nombre que nosotros desconocíamos en aquellos años de veraneo cuando coincidíamos con Tabareses, Ascarzas, Parrillas, Ramos-Colemán, Muñices por esos arenales y resonaban las verbenas del Casino. Aquellos veranos siempre se salpicaban de nieblas de asentamiento de varios días que aprovechábamos para hacer algún guateque, los insulsos por nebulosos días, incluso en el mismo castillo de Monterreal, con Ángel, el hijo mayor de la familia poseedora en aquel tiempo de la fortaleza.

El pasaje por Playa América daría para mucho cuando aparcamos por las cercanías de Panxón pasmados de que a media mañana ya hubiese que buscar aparcamiento. Por ese paseo que te acerca a la desembocadura del Miñor en esa placidez de bahía-marisma que proporciona, además de que las bicis no te sobresalten porque tienen su propio carril respetado por peatones y ciclistas que a aquellas horas fluían constantemente, más que paseantes. Fue como plantarnos en a Foz y a Ramallosa enfrente al que fue cine donde algunas películas visionamos, cuando fuimos como sorprendidos por una voz que decía: ¡hermanos Outeiriño! Y no otra que la de José Peleteiro, profesor de Física de nuestra universidad, ya en retiro, que sentado tenía a la vera a su esposa Coral, profesora que fue de la escuela de enfermería y un nieto, como a sol tomante y otro activo; él, recordado como docente de un hijo y cuñada y ella como integrante de plataforma Pro Campus. Se trabaría conversación por más tiempo del que cabría esperar de quienes van a alguna parte sin demasiado tiempo disponible.

A Ramallosa

No podía faltar al paso por A Ramallosa un recuerdo para un Adolfo Rego que capaz fue de mudar sus reales ourensanos por estos idílicos parajes que le hacen conservar una lucidez impropia de  nonagenario.

Luego, el puente de A Ramallosa aportó tanto frescor a la vuelta con su constante brisa que muy buscado será en los rigores veraniegos, cuando el periplo por estos viales acimentados, madereros en unos cuantos tramos nos transportaron a los aledaños de Sabarís donde uno recordaba sus celebradas verbenas de casino y sobre todo por ser residencia de un amigo trashumante que encontraría acoubo en estas tierras de tan ameno clima, que no otro que José Manuel E. Noguerol, muy conocido de la juventud de aquel Ourense de los sesenta. Caminábamos por la trasera parte de ese arenal de la playa-camping da Ladeira, que de tanta ocupación como si  quisiese un desquite por la soledad pandémica. A la sombra de una arboleda diseminada de chopos, australias, arces, sauces, fresnos íbamos, aunque no instante la temperatura, siempre se agradecía; fuimos rodando por esas pequeñas playas, la de Sta. Marta, la de Barbeiro, Baiona al lado de su altisonante club náutico de Monte Real, que por si mismo da como lustre, pasaríamos por entarimados de madera en el mismo mar y algún puente hasta dar en la península de Monterreal que rodeamos en torno a sus murallas y sí comimos aposentados en  los pretriles mirando a las islas Estelas, a las Cies y a toda la bahía a la que sobra tanta edificación, que uno recordaba en una décima parte de lo que hoy es. Son los tiempos, se dirá, pero la explosión playera ha batido todas las marcas de andropización del paisaje, que encontramos excesiva por esa colonización costera que no cesa. Es el único sobrante de la fermosura y placidez de un paseo que vegetado y de tierra sería excelente pero que los tiempos y el tránsito demandan de cemento.

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