HISTORIA

Enemigos del Imperio

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photo_camera El emperador Claudio.

A lo largo de los últimos 500 años de historia de Roma, el Senado declaró en 25 ocasiones a otros tantos emperadores como enemigos del Estado

La monarquía imperial nació con Octavio Augusto, en el 30 antes de Cristo, y se prolongó hasta el final, el 475, al menos en lo que atañe a la Roma clásica, ya que continuó mil años más en el lado oriental, con capital en Constantinopla… y resultados similares.  Con excepciones, fue una sucesión de familias empeñadas en matarse entre sus propios miembros para así acceder al poder, lo que dio como resultado soberanos cargados de odio, ambición y falta total de empatía. En definitiva, auténticos psicópatas sedientos de sangre. 


La larga lista la inicia en el siglo I el tercero de los emperadores, Calígula, muerto asesinado a los 30 años tras un reinado insensato, lo que llevó a un intento de restauración de la república que la guardia pretoriana abortó imponiendo a Claudio, el único hombre vivo que quedaba en la familia imperial. Calígula, un demente peligroso, fue declarado “enemigo del Estado”, aunque no se le aplicó la damnatio memoriae, que era un castigo mayor que incluía que el nombre era borrado de monumentos, pinturas, monedas o edificios.  


No tardó en llegar el siguiente, Nerón, sucesor de Claudio, quien no tuvo que morir para que el Senado lo depusiera, lo que llevó a su suicidio asistido por un esclavo para evitar un escarnio aún peor. El cadáver fue oculto, ya que el pueblo quería echarlo al río. Sus  sucesores, que reinaron apenas unos meses, Galba, Vitelio y Otón, sufrieron el mismo camino en plena anarquía militar (los tres fueron asesinados), que finalizó con la llegada el mismo año 69, el Año De los Cuatro Emperadores, con Vespasiano. El suyo fue un tiempo de calma y cordura que emborronó cuando  nombró como herederos a sus hijos Tito y Domiciano, siendo el  segundo otro monstruo y un auténtico psico-killer, protagonista de otro baño de sangre que le valió su posterior declaración como enemigo de Roma por el Senado. 


Tendría que pasar un siglo entero para que volviera la locura al trono imperial. La segunda centuria fue la de los emperadores buenos, que colocaron Roma en su cénit, filósofos y humanistas. Pero el último de ellos, Marco Aurelio, cometió el mismo error que Vespasiano al preferir a su hijo Cómodo como sucesor. Fue otro monstruo, brutal y despiadado, retratado en el film “Gladiador”. Finalmente asesinado quizá por su mujer, dio paso al siglo III, que supuso la decadencia y caída del Imperio, aunque pese a ello se mantuvo en pie 270 años más en una interminable anarquía militar seguida de la entronización de  locos peligrosos. 


La lista es interminable, destacando entre otro Macrino, Maximino. Pupieno, Balbino, Filipo el Árabe o Treboniano el Galo, en la mayor parte de los casos efímeros soberanos, títeres que asumieron el poder absoluto y fueron desalojados por sus enemigos, a menudo igual de despiadados. A principios del III fue declarado enemigo del Estado otro desequilibrado célebre, Heliogábalo, un joven nacido en el Próximo Oriente sacerdote de de El-Gabal, el Sol, que decidió castrarse y casarse con uno de sus esclavos. Entre sus ocurrencias, matar a un grupo de senadores en una comida al hacerles caer encima toneladas de flores que los asfixiaron. Al parecer, creyó que era una idea muy divertida. Fue su propia madre quien lo liquidó cuando apenas era un adolescente. 


Un primo de Heligábalo, Caracalla, de la dinastía Severa (la cuarta tras la Julia-Claudia, Flavia y Antoninos) fue quien más lejos llevó la idea de la “damnatio”. Había llegado al trono asociado a su hermano, Geta, a quien mató en cuanto pudo. No contento con ello, ordenó borrar todas las imágenes que había repartidas por el Imperio donde aparecía él mismo con Geta y sus padres, que habían sido también emperadores. Nunca el odio llegó tan lejos, salvo en Egipto con la mujer-faraón Hatshepsut y el rey Akhenaton, borrados de todos los monumentos y listas sagradas, en un caso por fémina, en el otro por sacrílego.


La lista siguió ya en el siglo IV tras una sucesión interminable de guerras civiles, una de las cuales acabó con la caída de Majencio y el triunfo de Constantino, que además de declarar el cristianismo religión del Imperio, decidió borrar la memoria de su predecesor. Todavía lo haría el Senado al menos dos veces más con Licinio y Constantino II, de una familia imperial empeñada en liquidarse entre sí. Con todo éxito. Los últimos monarcas, en la segunda mitad del siglo V; ya sólo lo eran nominalmente de un Imperio dividido en reinos por los pueblos germanos. Ya había llegado la Edad Media, pero los emperadores romanos todavía se mataban entre sí con saña.

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