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Pepe Espaliú, un artista en la topera

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photo_camera Imagen: Pepe Espaliú, en “Carrying”, 1992.

“Algunos creen que el arte es una forma de entender el mundo. En mi caso, siempre fue la manera de no entenderlo... de oírlo”, dice el escultor en un artículo en el diario "El País"

Escultor en la topera, se decía. “Nosotros los homosexuales, hemos sido obligados a inventarnos un mundo paralelo, construido a partir de nuestro nodo peculiar de entender sus leyes, sus instituciones, sus creencias y su forma de concebir el amor”. Escribía el artista cordobés Pepe Espaliú (1955-1993) en el diario "El País", diciembre del 92, en un artículo que estremece bajo el título de “Retrato del artista desahuciado”.

Años de plomo -los 80- para la homosexualidad, la enfermedad del Sida estigmatizó a un colectivo diezmado a golpe de maleficio. Pepe Espaliú fue un artista sensible, de familia de orfebres, letra herido aferrado a la poética y a la pintura primero, a la escultura y al arte performativo al final, cuando ya se sabía rehén del maligno, que ligaba su porvenir a una muerte próxima. El sida lo precipitó a un pozo, y la homosexualidad -entonces tan vilipendiada- a una “Topera laberíntica” que con el tiempo retomaría para sí en causa de resistencia. Artista polifacético y cosmopolita, de buena familia, algo que como todos sabemos, no fue ni es salvoconducto para la liberación de un mal que causó tanto daño. Entre 1986, hasta el final de sus días, evoluciona su arte entre París, Nueva York, Venecia y Amsterdam, adquiriendo matices y transcendencia internacional. A la altura de Juan Muñoz, su amigo.

Sus primeras pinturas reflejaban mundos inquietos, cuasi mágicos, propios de un reino de juventud aferrado a los sueños. Los dibujos siempre estuvieron alineados a una sencillez formal, casi como sus esculturas de los últimos tiempos, de corte conceptual, sintetizadas al máximo en un minimalismo deseoso de gritar de intención. Sus afamadas jaulas, o su catálogo de muletas que clamaban ayuda. Tiempos duros, sin duda. En 1991, el sida lo abrazo.

El primer “Carrying” fue en Donosti, en 1991. Ese día llovía y todo era desapacible. El artista estaba ligado a Arteleku, una institución de mucha vida. Él programa una performance filmada que requiere porteadores que lo eleven, “nunca me he sentido más cerca de Dios”, dijo. Algunos porteadores se repetían; meses después, en Madrid, sobraban. Aquella segunda vez, entre las Cortes y el Reina Sofía, aún sigue en nuestras retinas. 

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