La plaza del Hierro

Pero a pesar de ello no deja de tener sus encantos la orensana plaza del Hierro. En primer lugar no fue nunca ni cerradamente hidalga, ni por el completo burguesa, ni tuvo jamás un excesivo desgarro popular

Es evidente que la orensana plaza del Hierro no posee la grandeza solemne y magnífica de la plaza del Hospital de Compostela, ni tampoco el aire grave y señoril de la luguesa plaza del Ayuntamiento, y que ni siquiera resiste la comparación con nuestra plazuela del Trigo, prestigiada por una fachada catedralicia, embellecida por larga sucesión de nobles porches, y a la que una escalera y ciertas casas con voladizos prestan una agradable nota pintoresca.

Pero a pesar de ello no deja de tener sus encantos la orensana plaza del Hierro. En primer lugar no fue nunca ni cerradamente hidalga, ni por el completo burguesa, ni tuvo jamás un excesivo desgarro popular. Tiene, desde luego, casas blasonadas con los timbres de los Bona y de los Landecho, de los Pereira, los Sotomayor, los Deza y los Lemos; pero al lado de estas casas hay otras menos encopetadas que debieron de ser construidas por mercaderes y hombres de curia, y hay otras aún que de seguro fueron alzadas por un menestral ahorrador o por un hacendado modesto, de los que siempre abundaron en Galicia. Y las casas, no obstante la distinta condición de los que las construyeron, parece que se llevaron bien siempre, que se acomodaron a los tiempos, sufriendo, sin protesta, divisiones y reformas, y que están muy satisfechas de dar al conjunto de hoy un suave tono de honrada decencia democrática.

Por otra parte, la plaza que anchea en el fondo, para recoger o para enviar a los viandantes que van o que vienen por las calles del Pájaro, de Lepanto, de la Paz y de San Miguel, apenas tiene conseguido su objeto, se convierte a su vez en calle, estrechándose con tanta sencillez y tanta suavidad, que basta mirar la numeración de los edificios, para comprobar que el Concejo de la ciudad no supo nunca dónde acababa la plaza y dónde comenzaba la calle.

Pero lo mejor no son los edificios ni el conjunto ni el hierro epónimo, que primero lució tendido en mesas al aire libre y que terminó por refugiarse en fechadas tiendas; lo mejor es la fuente: una fuente muy del quinientos, con mucha elegancia renacentista y con mucha y oscura mitología. Porque en realidad no sabemos de fijo si las figuras femeninas de las base del árbol son nereidas o son sirenas, ni si las tres muchachas que sostienen la primera taza serán náyades o simples cariátides, y si los tres adolescentes en que parece apoyarse la otra taza serán eros o crías de atlantes; y sólo está claro que las aves del coronamiento son águilas que hablan de viejas intenciones imperiales.

Por la plaza, a ambos lados de la fuente, por bajo de los soportales y los voladizos de la parte interior, cruza la gente en nutrida procesión que no se interrumpe en todo el día: mujeres que van o vienen del mercado, hombres que andan en sus trabajos o en sus negocios, niños de las escuelas y los colegios, paseantes, muchachos que de vez en cuando juegan su partido de fútbol, y también algunos autos y carricoches. Y todo ello, hace ruido y cubre el hogar del agua que cae de los caños en el gracioso tanque que la recoge; pero en cuanto llega la noche y se retiran los últimos noctámbulos y las últimas pandillas de mozalbetes cantores, el sonar del agua de los caños en el agua del estanque se adueña del ámbito de la plaza y suena insistente, cristalina y misteriosa. Porque el agua sabe infinitas cosas escondidas que aprende al recorrer su eterno ciclo por el mar, por el cielo y por la tierra; en el mar capta los secretos de Ea, el caldeo, señor de la sabiduría y de los abismos oceánicos; en el cielo se adueña de los poderes proféticos del rayo y del trueno, que investigaban ya los augures gallegos del tiempo de la gentilidad, y en la tierra se penetra en la ciencia que no hacía más que asomar en el antro de Delfos y en el antro de Trofonio.

Y por eso la canción del agua de esta fuente orensana está llena, saturada de presente, de pasado y de futuro, y cada una de las notas que lanza al caer vale más que todo lo que los hombres han dicho desde que hay hombres sobre el planeta. Llega aquella canción a los vecinos de la fuente orensana, a los que el sueño abandonó, por un momento, pero ninguno comprende el hondo sentido de la melodía y sólo procuran que su monótona insistencia remedie su desvelo.

Pero en derredor del tanque de la fuente, en estas horas cercanas a la aurora, se congregan los hidalgos, los curiales y los pequeños hacendados que hicieron nacer la plaza, y esos sí que oyen y entienden el cantar del agua que cae, y después de oírlo y de entenderlo, hablan entre sí, en ese idioma sin palabras en que se expresan las sombras.

Artículo publicado en 

La Región en los años 50.

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